viernes, 22 de noviembre de 2013

OJOS VERDES. (Gustavo Adolfo Bécquer. "Rimas y leyendas").



Hace mucho tiempo que tenía ganas de escribir cualquier cosa con este título. Hoy, que se me ha presentado ocasión, lo he puesto con letras grandes en la primera cuartilla de papel, y luego he dejado a capricho volar la pluma.

Yo creo que he visto unos ojos como los que he pintado en esta leyenda. No sé si en sueños, pero yo los he visto. De seguro no los podré describir tal cuales ellos eran: luminosos, transparentes como las gotas de la lluvia que se resbalan sobre las hojas de los árboles después de una tempestad de verano. De todos modos, cuento con la imaginación de mis lectores para hacerme comprender en este que pudiéramos llamar boceto de un cuadro que pintaré algún día.


I

—Herido va el ciervo..., herido va... no hay duda. Se ve el rastro de la sangre entre las zarzas del monte, y al saltar uno de esos lentiscos han flaqueado sus piernas... Nuestro joven señor comienza por donde otros acaban... En cuarenta años de montero no he visto mejor golpe... Pero, ¡por San Saturio, patrón de Soria!, cortadle el paso por esas carrascas, azuzad los perros, soplad en esas trompas hasta echar los hígados, y hundid a los corceles una cuarta de hierro en los ijares: ¿no veis que se dirige hacia la fuente de los Alamos y si la salva antes de morir podemos darlo por perdido?

Las cuencas del Moncayo repitieron de eco en eco el bramido de las trompas, el latir de la jauría desencadenada, y las voces de los pajes resonaron con nueva furia, y el confuso tropel de hombres, caballos y perros, se dirigió al punto que Iñigo, el montero mayor de los marqueses de Almenar, señalara como el más a propósito para cortarle el paso a la res.

Pero todo fue inútil. Cuando el más ágil de los lebreles llegó a las carrascas, jadeante y cubiertas las fauces de espuma, ya el ciervo, rápido como una saeta, las había salvado de un solo brinco, perdiéndose entre los matorrales de una trocha que conducía a la fuente.

—¡Alto!... ¡Alto todo el mundo! —gritó Iñigo entonces—. Estaba de Dios que había de marcharse.

Y la cabalgata se detuvo, y enmudecieron las trompas, y los lebreles dejaron refunfuñando la pista a la voz de los cazadores.

En aquel momento, se reunía a la comitiva el héroe de la fiesta, Fernando de Argensola, el primogénito de Almenar.

—¿Qué haces? —exclamó, dirigiéndose a su montero, y en tanto, ya se pintaba el asombro en sus facciones, ya ardía la cólera en sus ojos—. ¿Qué haces, imbécil? Ves que la pieza está herida, que es la primera que cae por mi mano, y abandonas el rastro y la dejas perder para que vaya a morir en el fondo del bosque. ¿Crees acaso que he venido a matar ciervos para festines de lobos?

—Señor —murmuró Iñigo entre dientes—, es imposible pasar de este punto.

—¡Imposible! ¿Y por qué?

—Porque esa trocha —prosiguió el montero— conduce a la fuente de los Alamos: la fuente de los Alamos, en cuyas aguas habita un espíritu del mal. El que osa enturbiar su corriente paga caro su atrevimiento. Ya la res, habrá salvado sus márgenes. ¿Cómo la salvaréis vos sin atraer sobre vuestra cabeza alguna calamidad horrible? Los cazadores somos reyes del Moncayo, pero reyes que pagan un tributo. Fiera que se refugia en esta fuente misteriosa, pieza perdida.

—¡Pieza perdida! Primero perderé yo el señorío de mis padres, y primero perderé el ánima en manos de Satanás, que permitir que se me escape ese ciervo, el único que ha herido mi venablo, la primicia de mis excursiones de cazador... ¿Lo ves?... ¿Lo ves?... Aún se distingue a intervalos desde aquí; las piernas le fallan, su carrera se acorta; déjame..., déjame; suelta esa brida o te revuelvo en el polvo... ¿Quién sabe si no le daré lugar para que llegue a la fuente? Y si llegase, al diablo ella, su limpidez y sus habitadores. ¡Sus, Relámpago!; ¡sus, caballo mío! Si lo alcanzas, mando engarzar los diamantes de mi joyel en tu serreta de oro.

Caballo y jinete partieron como un huracán. Iñigo los siguió con la vista hasta que se perdieron en la maleza; después volvió los ojos en derredor suyo; todos, como él, permanecían inmóviles y consternados.

El montero exclamó al fin:

—Señores, vosotros lo habéis visto; me he expuesto a morir entre los pies de su caballo por detenerlo. Yo he cumplido con mi deber. Con el diablo no sirven valentías. Hasta aquí llega el montero con su ballesta; de aquí en adelante, que pruebe a pasar el capellán con su hisopo.


II

—Tenéis la color quebrada; andáis mustio y sombrío. ¿Qué os sucede? Desde el día, que yo siempre tendré por funesto, en que llegasteis a la fuente de los Alamos, en pos de la res herida, diríase que una mala bruja os ha encanijado con sus hechizos. Ya no vais a los montes precedido de la ruidosa jauría, ni el clamor de vuestras trompas despierta sus ecos. Sólo con esas cavilaciones que os persiguen, todas las mañanas tomáis la ballesta para enderezaros a la espesura y permanecer en ella hasta que el sol se esconde. Y cuando la noche oscurece y volvéis pálido y fatigado al castillo, en valde busco en la bandolera los despojos de la caza. ¿Qué os ocupa tan largas horas lejos de los que más os quieren?

Mientras Iñigo hablaba, Fernando, absorto en sus ideas, sacaba maquinalmente astillas de su escaño de ébano con un cuchillo de monte.

Después de un largo silencio, que sólo interrumpía el chirrido de la hoja al resbalar sobre la pulimentada madera, el joven exclamó, dirigiéndose a su servidor, como si no hubiera escuchado una sola de sus palabras:

—Iñigo, tú que eres viejo, tú que conoces las guaridas del Moncayo, que has vivido en sus faldas persiguiendo a las fieras, y en tus errantes excursiones de cazador subiste más de una vez a su cumbre, dime: ¿has encontrado, por acaso, una mujer que vive entre sus rocas?

—¡Una mujer! —exclamó el montero con asombro y mirándole de hito en hito.

—Sí —dijo el joven—, es una cosa extraña lo que me sucede, muy extraña... Creí poder guardar ese secreto eternamente, pero ya no es posible; rebosa en mi corazón y asoma a mi semblante. Voy, pues, a revelártelo... Tú me ayudarás a desvanecer el misterio que envuelve a esa criatura que, al parecer, sólo para mí existe, pues nadie la conoce, ni la ha visto, ni puede dame razón de ella.

El montero, sin despegar los labios, arrastró su banquillo hasta colocarse junto al escaño de su señor, del que no apartaba un punto los espantados ojos... Este, después de coordinar sus ideas, prosiguió así:

—Desde el día en que, a pesar de sus funestas predicciones, llegué a la fuente de los Alamos, y, atravesando sus aguas, recobré el ciervo que vuestra superstición hubiera dejado huir, se llenó mi alma del deseo de soledad.

Tú no conoces aquel sitio. Mira: la fuente brota escondida en el seno de una peña, y cae, resbalándose gota a gota, por entre las verdes y flotantes hojas de las plantas que crecen al borde de su cuna. Aquellas gotas, que al desprenderse brillan como puntos de oro y suenan como las notas de un instrumento, se reúnen entre los céspedes y, susurrando, susurrando, con un ruido semejante al de las abejas que zumban en torno a las flores, se alejan por entre las arenas y forman un cauce, y luchan con los obstáculos que se oponen a su camino, y se repliegan sobre sí mismas, saltan, y huyen, y corren, unas veces, con risas; otras, con suspiros, hasta caer en un lago. En el lago caen con un rumor indescriptible. Lamentos, palabras, nombres, cantares, yo no sé lo que he oído en aquel rumor cuando me he sentado solo y febril sobre el peñasco a cuyos pies saltan las aguas de la fuente misteriosa, Para estancarse en una balsa profunda cuya inmóvil superficie apenas riza el viento de la tarde.

Todo allí es grande. La soledad, con sus mil rumores desconocidos, vive en aquellos lugares y embriaga el espíritu en su inefable melancolía. En las plateadas hojas de los álamos, en los huecos de las peñas, en las ondas del agua, parece que nos hablan los invisibles espíritus de la Naturaleza, que reconocen un hermano en el inmortal espíritu del hombre.

Cuando al despuntar la mañana me veías tomar la ballesta y dirigirme al monte, no fue nunca para perderme entre sus matorrales en pos de la caza, no; iba a sentarme al borde de la fuente, a buscar en sus ondas... no sé qué, ¡una locura! El día en que saltó sobre ella mi Relámpago, creí haber visto brillar en su fondo una cosa extraña.., muy extraña..: los ojos de una mujer.

Tal vez sería un rayo de sol que serpenteó fugitivo entre su espuma; tal vez sería una de esas flores que flotan entre las algas de su seno y cuyos cálices parecen esmeraldas...; no sé; yo creí ver una mirada que se clavó en la mía, una mirada que encendió en mi pecho un deseo absurdo, irrealizable: el de encontrar una persona con unos ojos como aquellos. En su busca fui un día y otro a aquel sitio.

Por último, una tarde... yo me creí juguete de un sueño...; pero no, es verdad; le he hablado ya muchas veces como te hablo a ti ahora...; una tarde encontré sentada en mi puesto, vestida con unas ropas que llegaban hasta las aguas y flotaban sobre su haz, una mujer hermosa sobre toda ponderación. Sus cabellos eran como el oro; sus pestañas brillaban como hilos de luz, y entre las pestañas volteaban inquietas unas pupilas que yo había visto..., sí, porque los ojos de aquella mujer eran los ojos que yo tenía clavados en la mente, unos ojos de un color imposible, unos ojos...

—¡Verdes! —exclamó Iñigo con un acento de profundo terror e incorporándose de un golpe en su asiento.

Fernando lo miró a su vez como asombrado de que concluyese lo que iba a decir, y le preguntó con una mezcla de ansiedad y de alegría:

—¿La conoces?

—¡Oh, no! —dijo el montero—. ¡Líbreme Dios de conocerla! Pero mis padres, al prohibirme llegar hasta estos lugares, me dijeron mil veces que el espíritu, trasgo, demonio o mujer que habita en sus aguas tiene los ojos de ese color. Yo os conjuro por lo que más améis en la tierra a no volver a la fuente de los álamos. Un día u otro os alcanzará su venganza y expiaréis, muriendo, el delito de haber encenagado sus ondas.

—¡Por lo que más amo! —murmuró el joven con una triste sonrisa.

—Sí —prosiguió el anciano—; por vuestros padres, por vuestros deudos, por las lágrimas de la que el Cielo destina para vuestra esposa, por las de un servidor, que os ha visto nacer.

—¿Sabes tú lo que más amo en el mundo? ¿Sabes tú por qué daría yo el amor de mi padre, los besos de la que me dio la vida y todo el cariño que pueden atesorar todas las mujeres de la tierra? Por una mirada, por una sola mirada de esos ojos... ¡Mira cómo podré dejar yo de buscarlos!

Dijo Fernando estas palabras con tal acento, que la lágrima que temblaba en los párpados de Iñigo se resbaló silenciosa por su mejilla, mientras exclamó con acento sombrío:

—¡Cúmplase la voluntad del Cielo!

III

—¿Quién eres tú? ¿Cuál es tu patria? ¿En dónde habitas? Yo vengo un día y otro en tu busca, y ni veo el corcel que te trae a estos lugares ni a los servidores que conducen tu litera. Rompe de una vez el misterioso velo en que te envuelves como en una noche profunda. Yo te amo, y, noble o villana, seré tuyo, tuyo siempre.

El sol había traspuesto la cumbre del monte; las sombras bajaban a grandes pasos por su falda; la brisa gemía entre los álamos de la fuente, y la niebla, elevándose poco a poco de la superficie del lago, comenzaba a envolver las rocas de su margen.

Sobre una de estas rocas, sobre la que parecía próxima a desplomarse en el fondo de las aguas, en cuya superficie se retrataba, temblando, el primogénito Almenar, de rodillas a los pies de su misteriosa amante, procuraba en vano arrancarle el secreto de su existencia.

Ella era hermosa, hermosa y pálida como una estatua de alabastro. Y uno de sus rizos caía sobre sus hombros, deslizándose entre los pliegues del velo como un rayo de sol que atraviesa las nubes, y en el cerco de sus pestañas rubias brillaban sus pupilas como dos esmeraldas sujetas en una joya de oro.

Cuando el joven acabó de hablarle, sus labios se removieron como para pronunciar algunas palabras; pero exhalaron un suspiro, un suspiro débil, doliente, como el de la ligera onda que empuja una brisa al morir entre los juncos.

—¡No me respondes! —exclamó Fernando al ver burlada su esperanza—. ¿Querrás que dé crédito a lo que de ti me han dicho? ¡Oh, no!... Háblame; yo quiero saber si me amas; yo quiero saber si puedo amarte, si eres una mujer...

—O un demonio... ¿Y si lo fuese?

El joven vaciló un instante; un sudor frío corrió por sus miembros; sus pupilas se dilataron al fijarse con más intensidad en las de aquella mujer, y fascinado por su brillo fosfórico, demente casi, exclamó en un arrebato de amor:

—Si lo fueses.:, te amaría..., te amaría como te amo ahora, como es mi destino amarte, hasta más allá de esta vida, si hay algo más de ella.

—Fernando —dijo la hermosa entonces con una voz semejante a una música—, yo te amo más aún que tú me amas; yo, que desciendo hasta un mortal siendo un espíritu puro. No soy una mujer como las que existen en la Tierra; soy una mujer digna de ti, que eres superior a los demás hombres. Yo vivo en el fondo de estas aguas, incorpórea como ellas, fugaz y transparente: hablo con sus rumores y ondulo con sus pliegues. Yo no castigo al que osa turbar la fuente donde moro; antes lo premio con mi amor, como a un mortal superior a las supersticiones del vulgo, como a un amante capaz de comprender mi caso extraño y misterioso.

Mientras ella hablaba así, el joven absorto en la contemplación de su fantástica hermosura, atraído como por una fuerza desconocida, se aproximaba más y más al borde de la roca.

La mujer de los ojos verdes prosiguió así:

—¿Ves, ves el límpido fondo de este lago? ¿Ves esas plantas de largas y verdes hojas que se agitan en su fondo?... Ellas nos darán un lecho de esmeraldas y corales..., y yo..., yo te daré una felicidad sin nombre, esa felicidad que has soñado en tus horas de delirio y que no puede ofrecerte nadie... Ven; la niebla del lago flota sobre nuestras frentes como un pabellón de lino...; las ondas nos llaman con sus voces incomprensibles; el viento empieza entre los álamos sus himnos de amor; ven..., ven.

La noche comenzaba a extender sus sombras; la luna rielaba en la superficie del lago; la niebla se arremolinaba al soplo del aire, y los ojos verdes brillaban en la oscuridad como los fuegos fatuos que corren sobre el haz de las aguas infectas... Ven, ven... Estas palabras zumbaban en los oídos de Fernando como un conjuro. Ven... y la mujer misteriosa lo llamaba al borde del abismo donde estaba suspendida, y parecía ofrecerle un beso..., un beso...

Fernando dio un paso hacía ella..., otro..., y sintió unos brazos delgados y flexibles que se liaban a su cuello, y una sensación fría en sus labios ardorosos, un beso de nieve..., y vaciló..., y perdió pie, y cayó al agua con un rumor sordo y lúgubre.

Las aguas saltaron en chispas de luz y se cerraron sobre su cuerpo, y sus círculos de plata fueron ensanchándose, ensanchándose hasta expirar en las orillas.


lunes, 11 de noviembre de 2013

SATANISMO I: ¿QUÉ ES EL SATANISMO?


De entre todos los asuntos esotéricos o paranormales -llamémoslos así-, ninguno hay que cause tanta reacción y levante tantas ampollas como el de los adoradores del Maligno. Satanismo es la palabra. Basta escucharla para que a cualquier hijo de vecino se le ponga la piel de gallina. Ni los OVNIs, ni las casas encantadas, apariciones espectrales, psicofonías,  transmisiones de pensamiento, telequinesis… nada genera tanta expectación y miedo. Ni siquiera las temibles sectas destructoras de la personalidad consiguen sobrecoger y asustar tanto.

El satanismo es una doctrina que, realmente, no necesita presentación. Su fama la precede y habla por sí sola. Y sin embargo, también ha generado muchos más prejuicios, malentendidos y confusiones que cualquier otra. El estudioso de estos temas, se tira de los pelos al ver cómo una y otra vez, los medios y la Iglesia Católica meten en el mismo saco cultos y religiones que, en realidad, nada tienen que ver con el Cornudo. Así, es común ver adjetivadas como satánicas paganas y hasta wiccanas, por ejemplo, siendo en realidad la WICCA una religión que únicamente practica la magia blanca y profesa el amor a la Naturaleza. Igualmente se confunde a satanistas con luciferinos, siendo como es que nada tienen que ver ambas doctrinas, y también a practicantes de religiones como el vudú.  

La verdad es que hay que hilar fino en la materia para llegar a tener las cosas claras. Incluso dentro de lo que sí es satanismo, hay distinguir entre satanistas teístas, satanistas laveyanos, adoradores de Iblis –el Satán del Islám-, devotos de Lilith –el Satán-Mujer-… Para no liar demasiado la madeja, en este artículo nos ceñiremos al satanismo satanismo –llamémoslo así también-, dentro del cual podemos distinguir entre satanistas laveyanos y teístas.

En cuanto a los segundos, acabaremos pronto. Son los satanistas de toda la vida, adoradores del Señor de las Tinieblas y profesantes de un culto al Mal  y la oscuridad. Los laveyanos en cambio, son otro cantar.

Si hablas con un satanista laveyano, no será extraño que te salga con frases del tipo “el satanista no adora a ningún Diablo ni cree en la existencia de Dios o Satán”. Falso. Ése es el satanista laveyano, no el satanista a secas. En su ingenua prepotencia, los seguidores de la doctrina de Lavey olvidan que su satanismo no es “el satanismo”, sino tan sólo una modalidad más de éste. En realidad, el verdadero satanismo sería el teísta, por cuando fue el primero que existió y que, con siglos a sus espaldas, es muy anterior al laveyano, que apenas cuenta cinco décadas. También será normal que desprecien doctrinas y religiones como la luciferina, la luciferiana (tampoco luciferismo y luciferianismo son exactamente lo mismo), la wiccana, el paganismo… alegando que los seguidores de éstas igualmente se inclinan ante un ser que consideran superior, cosa que ningún laveyano aceptaría. ¡Sic! Como si la existencia o no existencia de dioses, demonios, etc dependiese de lo que a los mortales nos gusta o deja de gustar.

En cualquier caso, no obstante, hay que reconocerles que, a día de hoy, son la modalidad satánica más en boga. Lavey supo aplicar bien aquello de que “el que a buen árbol se arrima, buena sombra le cobija”. Desde el principio, se codeó con personajes famosos y notorios que favorecieron la promoción mundial de su iglesia, que cuenta con templos en ciudades como Amsterdam y San Francisco y hasta está reconocida como religión por marina de los EEUU. Por codearse, hasta se codeó con Roman Polanski, con el cual colaboró en calidad de asesor sobre la materia en el rodaje de La semilla del Diablo, película por cuya grabación el director polaco recibió amenazas de muerte de satanistas de todo el mundo, irritados por haber visto en ella revelados algunos de sus secretos. Tanta repercusión tuvo la cinta, que, según afirmó el propio Charles Manson y sus seguidores, la matanza de Bel Air por el primero ordenada, en la cual, entre otras personas, perdió la vida la guapísima actriz Sharon Tate, esposa de Polanskii, a la cual, estando embarazada de ocho meses, abrieron el vientre para extraerle el feto; tuvo como motivación la  venganza contra su marido

Es el laveyano el satanismo glamouroso, satanismo de salón, practicado por estrellas de cine como Angelina Jolie –hace años- y del rock, y, dado que es el más extendido actualmente, es del que vamos a tratar en la serie de artículos que con este primero empieza.


DOCTRINA SATÁNICA LAVEYANA

Para empezar, podéis ir apartando la idea de Satán. Para los satanistas laveyanos no existe ningún señor del Mal. Ningún Lucifer, Satanás, Pedro Botero… nada. El satanismo laveyano es esencialmente ateo.

“Pero ¿cómo va a ser eso?”, casi escucho a varios de vosotros preguntar. “¿Satanismo sin Satán?”. Precisamente eso. “Pero eso es un sinsentido desde su misma base. No puede existir algo así”. Pues existe. Evidentemente, tal idea generó bastante escepticismo entre muchos de los seguidores del autoproclamado con toda pompa y fanfarria “Papa Negro”, autor de la Biblia Satánica, produciéndose a raíz de ello una escisión en las filas laveyanas que dio origen a “El templo de Set”. Pero bueno, eso ya es otra historia, de la cual hablaremos en otro momento.

Hay que coger el concepto. Según Lavey –Anton Szandor Lavey-, existe una energía desconocida susceptible de ser utilizada por los seres humanos para ayudar en la consecución de sus fines. En el pasado, brujos y nigromantes la invocaron con tales intenciones,  concibiéndola como un ente autoconsciente –Satán- al que rindieron pleitesía-. Sin embargo, según Lavey, se trataría de algo totalmente impersonal, como cualquier otra energía.

El Diablo, por tanto, no es más que un mero arquetipo para los satanistas laveyanos. Una mera figura  que no representa a ningún ser metafísico, sino únicamente a esa energía desconocida que algún día la Ciencia descubrirá. Entretanto, los satanistas laveyanos se sirven de ella sin pretender ahondar en el conocimiento de su naturaleza, por cuanto no derivaría de éste ninguna utilidad para ellos.

En definitiva, el satanismo laveyano no vendría a ser más que un remix de las teorías nietzcherianas, darwinismo social y estética gótica, en el cual el ritual no significa más que un melodrama orientado a conseguir la necesaria sugestión en los adeptos.

Algunos lectores se habrán preguntado: “Si no se trata más que de una energía natural e impersonal… ¿qué utilidad tiene el ritual? ¿Por qué no utilizar ésta directamente prescindiendo de él?”. Respuesta: ¿cómo hacerlo?

Según Lavey, ahí radica precisamente el tic de la cuestión, A día de hoy, sólo sabríamos –siempre según su teoría- que esa energía existe y funciona, pero no cómo. Nada acerca de las leyes por las cuales se rige, ni tampoco acerca de su naturaleza. También sabríamos que, bajo una sugestión suficiente, es susceptible de ser utilizada para nuestros fines.

 Y ahí es donde entra el ritual. No sabemos cómo ni por qué, pero si te convences de que  va a funcionar y aplicas la suficiente intensidad  en tu pensamiento y concentración, funciona. El ritual pues, no tendría otra finalidad que la de permitir al adepto alcanzar ese estado de sugestión suficiente. Es decir, ayudarle a convencerse de que lo que está haciendo va a funcionar y a alcanzar y enfocar en la dirección adecuada la mayor intensidad posible en su concentración. Si, además, el ritual se practica integrado en un grupo en ligar de en solitario, la fuerza del resto de miembros de éste se uniría a la nuestra, multiplicando el poder del hechizo en nuestro beneficio.

En fin,  aquí vamos a dejar el asunto por hoy. Éste ha sido meramente un artículo de presentación. En próximas entregas, iremos subiendo extractos de la Biblia Satánica que incluirán información sobre la doctrina laveyana, su ritualidad, invocaciones etc. Esperamos que sea de vuestro interés.

 Saludos.