viernes, 23 de noviembre de 2012

INQUISICIÓN Y BRUJERÍA: OFICIO DE TINIEBLAS (artículo)







Éste  va a ser el primero de una serie de cuatro o cinco artículos, quizá seis, que dedicaré al dantesco fenómeno y mancha negra en la historia de la Humanidad, que supuso el Tribunal de la Santa Inquisición medieval. En ellos, veremos desfilar a sádicos como Fray Tomás de Terqueada, que nada tienen que envidiar a psicópatas históricos tan célebres como Erzebet Bathory, “la condesa sangrienta”; o Vladdimir Teppes, “Vlad el empalador”. Igualmente, se describirán los métodos u alguos de los más celebres procesos del nefasto tribunal.

Nos zambullimos en la historia más negra de Europa. Adentrarse en el túnel del tiempo para conocer qué fue y que hizo la Inquisición, es un viaje al Infierno del que no todos pueden regresar moralmente indemnes. ¿Te apuntas? Caronte espera a los viajeros en su barca.



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Por paradójico que pueda parecer, el holocausto o la “solución final” sufrida  por más de medio millón de personas, acusadas de bru­jería durante el Renacimiento, no ha merecido aún la reivindicación, por vía judicial, de un acto criminal de semejantes proporciones. ¿A qué se debió la es­pantosa “satanización” de los verdugos, movidos a ac­tuar con el execrable sadismo o que recuerdan todos los testimonios? Los abusos los abusos e ignominias cometidos por aquellos infames - tapados por  teólogos y encubiertos por historiadores timoratos- siguen levantando espanto en la memoria de la humanidad.

Si la brujería fue realmente la peligrosa y depravada herejía que dio lugar al establecimiento del Tribunal de la Inquisición, cuya existencia y procesos sumarios se prolongaron hasta bien entrado el siglo XIX en sus últimas sentencias, la represión desencadenada por el llamado Santo Oficio  podría tener alguna justificación. Pero si la Brujería no pasó de constituir una actividad inofensiva, sin posibilidades remotas de desencadenar una revolución social o religiosa, o bien desestabilizar el orden político del largo periodo histórico que duró la acción emprendida contra ella, los representantes y herederos de aquella institución deberían reconocer, retractarse y pagar el espantoso error. Si con la «caza de brujas» el Poder eclesiástico buscó el modo de ocultar su propia debilidad frente a los cambios sociales e ideológicos, frente a la liberalización de las costumbres, la corrupción interna y el temor a perder la hegemonía sobre el mundo a las puertas de una nueva Era, el sistema sirvió únicamente para estrechar los lazos entre Iglesia y Estado y alejarse, en consecuencia del pueblo de Dios al que debía su razón de ser. Pero si la brujería fue mera invención de los teólogos, inquisidores y demonólogos en respuesta a las razones antedichas, más otras de baja extracción -confiscación de bienes, cobro de honorarios, abusos de fuerza y de confianza, comisión de perversiones sexuales y muestras de sadismo moral-, el juicio sumarísimo a que se hizo acreedor el Santo Oficio debería pasar de las especulaciones históricas a un proceso judicial de envergadura proporcional al holocausto de las 500.00 personas que murieron por su causa en Europa entre los siglos XV y XVII, periodo álgido de la persecución. En cualquiera de estos supuestos y otros muchos que pueden plantearse en torno a uno de los temas más debatidos y estudiados, un hecho por demás extraordinario ha quedado en claro: los crímenes y aberraciones achacados a la brujería por la delirante Inquisición -reuniones orgiásticas en sabbats o aquelarres, pactos diabólicos, comercio sexual con Satán, acólitos o representaciones del Diablo infanticidios, antropofagia, influencia en los cambios atmosféricos, envenenamiento de ganado, ruina de cosechas, hechizos, aojamientos y transformaciones bestiales-, jamás pudieron ser probados. Por el contrario, jamás se encontró exento de culpa o inocente a uno solo de los acusados, de forma que a alguno de los demonólogos le hizo pensar que la locura no estaba en los perseguidos y sí en los perseguidores, que no dudaron en traspasar los límites del Derecho natural para procesar a los que estorbasen a la Inquisición, molestaran a sus funcionarios, destruyesen sus archivos o ayudasen, ni siquiera por piedad, a los detenidos.
El recuerdo de aquellas víctimas de la ira ejecutada en nombre de Dios y de la Santa Madre Iglesia aún reclama justicia, pero ¿llegará el día en que el Oficio de Tinieblas sea entonado por los que aún defienden y esgrimen los mismos argumentos de terror y muerte para los que no piensan como ellos?
Si pretendes negar lo que has confesado -dice el verdugo a la víctima tras el interrogatorio-, dímelo ahora y lo haré aún mejor. Si niegas delante del tribunal, volverás a mis manos y descubrirás que hasta ahora sólo he jugado contigo, porque te voy a tratar de un modo que arrancaría lágrimas de una piedra.”

 Ya ante el Santo Oficio. la bruja aparece encadenada y sus manos sangran; a su lado se hallan carcelero y verdugo; guardan sus espaldas una escuadra de soldados armados. Tras la lectura de la confesión, el verdugo es quien pregunta a la bruja si la confirma o no, El escribano da fe de que «la sospechosa ha confirmado ante el Tribunal de justicia por propia voluntad la confesión arrancada bajo tortura». Firman los severos jueces de la Iglesia de Cristo.
SAI\TO PADRE, SANTO VERDUGO
La Inquisición fue creada durante el pontificado del papa Inocencio III, en torno al año 1200, para acabar con la herejía de los cátaros o albigenses. «Cátaro » significa puro y la secta se hallaba localizada en la región de Albi, en el Languedoc francés. Si la relación entre cátaros y maniqueos no ha sido históricamente demostrada, se da por seguro que aquéllos habían bebido su doctrina de los bogomilos balcánicos. En cualquier caso, los cátaros formaban un grupo disidente de la Iglesia de Roma y mantenían creencias propias sobre el origen y destino de la humanidad. La decisión de Inocencio III de enviar a distintas ciudades del Languedoc representantes autorizados, primero para llevar a cabo una inquisitio o pesquisa y después para apresar y castigar a los que persistieran en la herejía, tenía como principal antecedente la inquisición episcopal propugnada por el papa Lucio II, que en 1184 ordenó investigar las desviaciones respecto de la doctrina oficial de la Iglesia. Ya entonces era preciso demostrar inocencia a causa de sospecha o, en caso de no poder hacerlo, someterse al castigo de la autoridad civil.

La idea fue ampliada por Inocencio III, que delegó en el brazo secular la aplicación del castigo con una argumentación demagógica en extremo: «Si las leyes civiles condenan a muerte a los culpables de alta traición, incautan sus bienes y consienten el sustento de sus hijos sólo por piedad, cuantos apartándose de la fe ofenden a Jesús, Dios e Hijo de Dios, merecerán con mayor razón aún ser arrancados por el rigor eclesiástico de nuestra cabeza, que es Cristo, y ser despojados de sus bienes terrenales, ya que es mucho más grave pecar contra el rey de los cielos que contra un soberano de la tierra.» El papa, convertido en verdugo, daría curso a lo más tenebroso de su personalidad contra una forma de entender la vida llena de misterio y de visiones luminosas, característica de los cátaros.


EL PAPA QUE DESPRECIABA AL MUNDO
Cuando el cardenal Lotario Conti accedió al trono pontificio el año 1198 con el sobrenombre de Inocencio III, contaba treinta y seis años de edad y ya había dado una muestra de su pensamiento político en la obra Del desprecio del mundo.

Pronto impuso su ideario a los monarcas del orbe cristiano, sometidos a su voluntad con una suerte de alianza entre los llamados Estados de la Iglesia, que intervenir en las cuestiones dinásticas en Alemania, con el apoyo y coronación del rey Otón como emperador del Sacro Imperio Romano, al que acto seguido excomulgó por desobediencia a sus órdenes; obligó a los monarcas de Francia-Felipe Augusto- y de España -Alfonso IV- a repudiar a sus respectivas esposas; humilló y excomulgó al de Inglaterra por oponerse al nombramiento de un cardenal: amañó el nombramiento de los gobernantes de Noruega y Hungría; aceleró la derrota de los moros con la unión de los reyes de Navarra, Castilla y Aragón; erigió un latino en la metrópoli griega de Constantinopla y, por último, organizó una auténtica cruzada contra los albiguenses del sur de Francia.

En el orden estrictamente religioso, apoyó a los franciscanos y dominicos y, ya en 1215, presidió el IV Concilio de Letrán, donde se estableció la obligación de todos los cristianos de confesar y comulgar una vez al año como precepto.

La cruzada emprendida por Inocencio III contra los cátaros, cuyo aniquilamiento total se prolongaría hasta el siglo XVI, tuvo como pretexto la condena explícita de la Iglesia al código de creencias de la secta. Ellos creían que la Luz y las Tinieblas formaban principios antagónicos, enemigos, y que una catástrofe de características cósmicas, había propiciado que una parte de la sustancia luminosa quedara atrapada por los habitantes de las Tinieblas. Éste era el reino de Satán, en tanto los seres humanos, encarnación terrestre de aquellos espíritus a los que arrastró Satán a rebelarse, habían sido arrojados del cielo. Sólo la unión del alma humana Cristo restauraría la luz perdida, pero a esto se opondrá con todo su poder el Diablo, cuya tarea consistirá en hacer lo imposible para ocultar las almas al Salvador, atormentándolas en los cuerpos y encarnándolas en los animales. Si el individuo, llegada la hora de la muerte, se encuentra en estado puro (cátaro), dejará de reencarnarse en tan dolorosas formas y alcanzará la visión beatífica de la Luz y la inmortalidad.

La ceremonia del bautismo cátaro se llevaba a cabo por imposición de manos, después de la cual se colocaba un ejemplar de los Evangelios sobre la cabeza del neófito, que recibía el beso de la paz. El espíritu protector era el Paráclito, el Consolador, por lo que el rito recibía el nombre de consolamentum. El grupo de sacerdotes actuantes formaba el número de los perfectos y además de la castidad, llevaban una vida austera. En general, los cátaros observaban la abstinencia de la carne en todos los aspectos; de hecho no probaban el queso, la leche y los huevos por considerar estos productos derivados del comercio sexual de los animales, Sólo les estaba permitido el consumo del pescado, al entender que los peces nacían sin copular. No había perdón alguno para el pecado, por lo que muchos cátaros dejaban para los últimos instantes de su vida la ceremonia bautismal. Los creyentes, a los que estaba vedado el Padrenuestro, sólo podían acercarse a Dios por mediación de los perfectos. La secta observaba tres cuaresmas al año y ayunaban tres días a la semana, en los que sólo consumían pan y agua. Recibían la Eucaristía de pie y en forma de pan fraccionado por uno de los perfectos. Lo que sublevó a Inocencio III, en definitiva, fue la herejía de que Satán pasaba por amo del mundo. Las formas externas del culto cátaro sólo le irritaban. La cruzada sentenció el uso de la fuerza contra los herejes y el papa Inocencio III dejó establecida la necesidad de «emplear la espada espiritual de la excomunión; pero si esto no es suficiente, habrá que emplear la espada física". El Concilio de Letrán (1215), fijó la pena de muerte para los herejes, lo que no tardaron en asumir los legisladores adscritos a los llamados Estados de la Iglesia.

LA BRUJERIA, UN FANTASMA UTIL
La idea de equiparar brujería y herejía y dar a la primera el tratamiento jurídico conseguido para la segunda, llevaba aparejado un paso de considerable importancia, pues de simple delito se trascendía a la pena de muerte, y esto exigía razones de peso que justificaran semejante cambio. Hasta el momento, tres eran los grados de divergencia con la doctrina oficial de la iglesia: herejía, cisma y apostasía. Antes de significar heterodoxia o fe opuesta al dogma, la herejía distinguía una forma de pensamiento, escuela o secta religiosa, como en su día fueron fariseos, cristianos, saduceos y, más tarde, cátaros o albigenses. Fue Tomás de Aquino quien definió la herejía como «error reiterado y voluntario contra la verdad declarada por la autoridad eclesiástica» respecto de alguna certeza o evidencia. El cisma, en cambio, hacía referencia a la división de opiniones sólo en asuntos de gobierno, nunca en temas relacionados con la fe. La apostasía, por último, era una forma de rechazo o negación de la autoridad que llevaba a un creyente a abandonar la propia religión para abrazar otra.

Herederos de los bogomilos, secta de heréticos cristianos muy numerosos en la región de los Balcanes hacia el siglo XII, los cátaros del sur de Francia contaban entre sus miembros algunos seguidores de los bogomilos que alternaban las prácticas cristianas con ritos ancestrales, entre los el culto a Satán a quien atribuían milagros reverenciaban en conventículos secretos­, obedecía a la tradición según la cual el Diablo había engendrado a Caín y dado origen a la intervención de Dios a través de Moisés. Aquellas prácticas y estas reliquias paganas, inyectadas en la comunidad cátara a dispersa a causa de la persecución, dieron cuerpo a la sutil relación entre los supuestos adoradores de Satán, los herejes cátaros y el ejercicio tolerado de la hechicería por parte de moros, judíos y albigenses escapados de la muerte, todo ello abonado por leyendas. denuncias e intereses a favor de la acción emprendida por el Poder eclesiástico, obsesionado con el exterminio de cualquier forma de herejía en Europa. Lo que nació de forma tan confusa tomó carta de naturaleza con el establecimiento oficial del Tribunal de la Inquisición, hecho ocurrido durante la celebración del Sínodo de Toulouse, en 1229, si bien se tardaría algunos años en especificar qué era la brujería y quién merecía el tratamiento de brujo. Es decir, primero se creó el cuerpo represivo y luego se adaptó la culpabilidad al sospechoso. Las distintas versiones del fenómeno, unificado de un país a otro por el espíritu generalizador de la cruzada contra la brujería en Europa, se establecieron a partir de confesiones, conjeturas, especulaciones y consideración de pruebas, de forma que el corpus jurídico tuviese toda la consistencia necesaria para condenar sin posibilidad de error.

Derogado el Canon Episcopi, donde se consideraba que los actos de brujería eran meras ilusiones o producto de los sueños, la nueva legislación que avalaba la lucha de laInquisición contra la brujería recomendaba a obispos y clérigos «poner todo su empeño en desterrar por completo las perniciosas artes de la hechicería y los maleficios inventados por el Diablo, y si descubrieran a un hombre o una mujer seguidores de esta infamia, los expulsarán sin reparos de su diócesis», El enunciado no dejaría lugar a error en las siguientes especificaciones, destinadas a señalar dónde se hallaba el hereje.



LA MUJER COMO OBJETO DIABOLICO
De la afirmación de que creer en la brujería era herejía a lo contrario, que no admitirla era herético, había un abismo sin duda, pero no tan extenso como para impedir tender un puente sobre él y hacer viable el cambio que la Iglesia se había propuesto. En la búsqueda de testimonios históricos en que apoyar la tarea inquisitorial, los teólogos exhumaron citas y referencias legendarias, alguna tan expeditiva como la expuesta en el Exodo que, traducida al latín, decía: «Malefica non patieris vivere», tomada del hebreo. Autores ha habido que a la traducción latina opusieron el rigor semántico que ofrece otra interpretación al término «malefica», más próxima al significado de «envenenadora» que al de bruja o hechicera intencionadamente buscado. Así, en lugar de «A la bruja no dejarás vivir» de la traducción libre latina, habría que entender una segunda lectura: «A la envenenadora no dejarás vivir», que posee un sentido histórico más en consonancia con la realidad de los hechos. Si la brujería no constituía delito hasta el siglo XIII, ¿qué razón había para condenarla con anterioridad? En los textos talmúdicos hebreos, las referencias a las envenenadoras eran frecuentes y el Código Teodosiano proponía castigos severos contra los que hacían sacrificios a los dioses infernales. Por último, en el Fuero juzgo visigótico existían también especificaciones contra «energúmenos (endemoniados), adivinos, sorteras (oráculos) y cuantos provocan truenos o malogran viñas y sembrados»

De la escrupulosa y amañada lectura de estos y otros antecedentes, el Canon Epscopi corregido y aumentado tomó la parte por el todo y afiló el dedo acusador con precisión abrumadora: «También hemos de señalar que ciertas mujeres desgraciadas, pervertidas por Satán, seducidas por ilusiones y fantasmas de demonios, creen y declaran abiertamenteque, en mitad de la noche, cabalgan a lomos de ciertas bestias con la diosa pagana Dianal junto a una horda de mujeres, y en el silencio de la noche vuelan sobre amplias extensiones y obedecen sus órdenes como si fuera su ama y son llamadas a su servicio otras noches.»

La descripción, como puede observarse, vacila entre un lirismo falso y poco convincente y la sospecha de que lo que se explica sea objeto de incredulidad. La normativa, sin embargo, tramada para evitar especulaciones gratuitas., se contradecía en apariencia con el fin de despejar el objetivo perseguido: «Los sacerdotes deben predicar insistentemente en las iglesias para que el pueblo sepa que todo esto es falso y que es el Diablo quien moviliza a tales fantasmas, para engañarlos en sus sueños. Así Satán, transformado en ángel de luz, cuando se apodera de la mente de una pobre mujer y la somete haciéndola caer en la infidelidad y la incredulidad, inmediatamente adopta la forma de personajes dispares y, ensañando a la mente que ha cautivado y mostrando ciertas cosas, alegres o desdichadas, y personas, familiares o desconocidas, la conduce por caminos tortuosos. Pero mientras que sólo el espíritu es quien sufre, la mujer piensa que esas cosas ocurren no en el espíritu, sino en el cuerpo,» De tan farragosa exposición, una obsesión quedaba clara en la superficie: la mujer como objeto diabólico, portadora de componentes lujuriosos más dañinos aún que la natural inclinación a servir al mal. Ellas han trastocado el primero de los Mandamientos: «Amarás a Dios sobre todas las cosas", y puesto que están bautizadas, al servir a Satán antes que a Dios, son herejes, idólatras y apóstatas. Y por si quedara alguna duda, el temor con que las clases ilustradas contemplaban aquella locura colectiva venía como anillo al dedo acusador de la Inquisición. Causa y efecto quedaban así establecidos.

CUANDO EL DINERO SE HIZO DIOS

Una de las observaciones más curiosas y dignas de estudio sociológico gira en torno a la idea de que la pobreza, ya avanzada la Edad Media, había perdido el aura espiritual y casi mágica que adornaba el estado marginal. De la ostentosa protección que el Poder eclesiástico venía haciendo respecto de la pobreza, se pasó a un desprecio generalizado a los desheredados de la fortuna, hasta entonces inscritos en la memoria de los textos evangélicos con letras de oro; éste, sin embargo pertenecía en realidad a los fuertes, cuyo progreso y expansión económica interesa más a una Iglesia que desea progresar y expandirse por el mundo, lo que difícilmente propiciarían las clases menesterosas. El nuevo dios de occidente es el dinero, como lo ha puesto de relieve el que para la organización de tribunales inquisitoriales sea preciso mover grandes sumas, establecer vínculos con monarcas, príncipes y nobles, e incluso implicar en los procesos a letrados poco proclives a contentarse con pequeñas requisas. Por añadidura, el fenómeno de la brujería se desarrolla entre el pueblo bajo, entre una chusma de viejas, truhanes, gitanos, canallas y pervertidos, de cuyo contacto más vale apartarse. ¿Quién acudiría en defensa de esta escoria frente a los juristas formados en Roma, París o Bolonia, canónigos especializados en Derecho y legitimados para obrar y arrojar una vez más a los sucios mercaderes de la casa de Dios?

La pobreza, si no de forma oficial, tuvo consideración de síntoma de la peste brujeril y de esa confabulación participaron eclesiásticos, abogados, teólogos, jueces y testigos, si bien movidos por intereses dispares, a veces, pero confluyentes en la finalidad: erradicar un problema que ponía en entredicho la eficacia del Poder más fuerte e influyente, el cristianismo, sobre el que se cernían nubarrones desintegradores: la Reforma, Lutero, Calvino... La guerra entre Dios y el Diablo había comenzado y nadie podía poner en duda quién sería el único vencedor. Con esta idea fija, el 5 de diciembre de 1484 el papa Inocencio VIII, dos siglos después de que su antepasado Inocencio III creara la Inquisición, promulgó el documento más importante contra la brujería: la bula titulada y encabezada Summis desiderantes affectibus, fórmula ritual de hacerlo, que contenía un tormentoso mensaje disfrazado de sentimentalismo hipócrita. Deseando con la más profunda ansiedad, como requiere la solicitud pastoral. Que aumente y florezca la Fe Católica en todas partes. especialmente en nuestra época y que sea expulsada de las tierras de los creyente toda depravación herética...

SADISMO, PERFIDIA Y ESTUPIDEZ

La bula de Inocencio VIII refleja con precisión inigualada por ningún otro documento histórico, interpretación o descargo, la perfidia contaminante con que fue manipulada la información respecto de hechos indemostrables aportados por testigos corruptos y enfermos de ira, si no meros dementes convertidos en emisarios de la estupidez más dañina que el Vaticano haya registrado, ''No sin amargura'', decía al comienzo del segundo párrafo la citada bula, para dar crédito a la localización en ciudades, provincias, territorios, distritos y diócesis de Colonia, Tréveris, Mainz, Salzburgo y Bremen, de «muchas personas de ambos sexos» víctimas de un quebranto en la fe, que «han mantenido relaciones con demonios, íncubos y súcubos, y por medio de encantamientos, hechizos, conjuros y otras supersticiones malditas y terribles embrujos, monstruosidades y delitos, matan a los hijos de las mujeres y a las crías del ganado, destruyen los frutos de la tierra, las uvas de la vid y las frutas de los árboles; hombres y mujeres, bestias de carga, rebaños, así como animales de otras clases; también viñedos, huertos, prados, maíz, trigo y otros cereales de la tierra». La enumeración, prolija, reiterativa, dictada y consentidora de falacias, tiene en el párrafo siguiente la gota que pudiera echarse en falta para colmar la medida: «Además, estos desgraciados torturan y acosan a hombres y mujeres, bestias de carga y rebaños, así como todo tipo de reses, causándoles dolores y enfermedades, tanto internos como externos; impiden que los hombres engendren y que las mujeres conciban, de modo que ni el marido con su esposa ni la esposa con su marido puedan realizar el acto sexual.»
Las abominaciones y excesos más infames de aquellos desgraciados -la referencia ala pobreza tenía carácter de insulto-, si bien ponían en peligro el alma de tan avezados estrategas de la subversion, ofendían «a su Divina Majestad y son motivo de escándalo y peligroso ejemplo para muchos», según el renglón siguiente.
La mención expresa -inusual por otra parte en los documentos pontificios- a «nuestros amados hijos Heinrich Kramer y Jakob Sprenger, profesores de Teología, de la Orden de los Frailes Predicadores, a quienes el papa concedía poderes plenipotenciarios, desautorizaba y ponía en evidencia a cuantos obispos y sacerdotes se habían atrevido a salir en defensa de sus diócesis y parroquias, en donde declararon la inexistencia de brujos y brujas. Así, para que no quedasen privados de los beneficios del Santo Oficio de la Inquisición» los mencionados profesores venían autorizados a «proceder a la corrección, encarcelamiento y castigo» de los sospechosos «sin ponerles ningún obstáculo" Nunca se había concedido semejantes privilegios a unos profesores de Teología, ni siquiera a cardenales en misiones secretas, ni a nuncios o embajadores. ¿Qué temores podían desencadenar reacciones tan torcidas? ¿Qué terrible Apocalipsis representaban las brujas? El representante de Cristo en la tierra cerraba el protocolo con advertencias aún más acuciantes: «Que ningún obstáculo se alce contra estas ordenanzas apostólicas. Que ningún hombre se oponga a esta de nuestra autoridad y jurisdicción. Y si alguien osara hacerlo, que ce sobre él caerá la ira de Dios Todopoderoso y de los santos Apóstoles y Pablo». «El pavoroso edicto recordaba que se había promulgado «a 5 dediciembre del Año de la Encarnación de Nuestro Señor mil cuatrocientos y ochenta y cuatro, en el primer año de nuestro pontificado». Inocencio VIII murió ocho años después, en 1492, justo cuando el Nuevo Mundo se asomaba al Viejo con temor y prevención.
MARTIRIO Y MARTILLO DE BRUJAS
Dos años después de promulgada la bula de Inocencio VIII, aparecía el manual titulado Malleus Maleficarum (Martillo de brujas) debido a los citados Jakob Sprenger y Heinrich Kramer, a quienes el papa había avalado lo suficiente como para que el libro fuera acogido con expectación e interés La primera edición se agotó entre los principales demonólogos del momento y la obra se reeditó casi sin interrupción en todas las lenguas europeas. El manuscrito, en letra clara y exposición directa, tenía el formato de los breviarios para su mejor manejo, lo que ya constituía una auténtica novedad, pues los libros de consulta para clérigos solían ser grandes e incómodos. Estos pormenores dan cuenta del grado de meticulosidad con que se preparó la presentación de un volumen que ha recibido seguramente los calificativos más denigrantes, desde «el más siniestro de todos los tiempos» a «Biblia cruel para martirizar». Es preciso recordar, sin embargo, que detrás de los autores, en las sombras, el prior de los dominicos Johannes Nider inspiró muchas de las sentencias vertidas en el Malleus, ya esbozadas en su opúsculo Formicarius, editado en 1435. El Martillo de las brujas, dividido en tres separatas, explicaba en la primera parte el cambio ideológico en tomo a la creencia en la brujería, que a partir de entonces pasaba a ser herejía, modificando lo especificado en el Canon Episcopi, En seguida entraba en materia con la recomendación a gobernantes y autoridades para que comprendieran la malignidad de la brujería, cuya mayor aberración era la de venerar al Diablo. Con ello se producían actos monstruosos, como el sacrificio de niños sin bautizar, con objeto de aumentar el patrimonio de Satán, y los excesos carnales con el Diablo, tanto con íncubos y súcubos como entre los propios herejes. El texto aclaraba la importancia de los testigos y de las denuncias, que en el caso de la brujería afectaba incluso a criminales, excomulgados o perjuros, privados de esos derechos en juicios normales.
Los pactos diabólicos, el comercio camal, las mutaciones, la ligadura y las mil y una formas empleadas por la brujería para hacer daño en bienes, propiedades y creyentes, constituía el argumento de la segunda parte del Malleus, preámbulo de la normativa legal que en la tercera parte del libro exponía los procedimientos a seguir para la condena de los acusados. La distinción entre tribunales propios de la Inquisición, los episcopales y los civiles, obligó a la Iglesia a trazar un sutil puente entre las tres jurisdicciones, de forma que si alguno de los tribunales eclesiásticos se viera impedido para administrar justicia, el culpable pasara a manos de la siguiente jurisdicción; ésta se dio en llamar brazo secular del cuerpo jurídico. En la última parte del tercer capítulo de la obra se daban las pautas a seguir durante los procesos, tanto en lo concerniente a interrogatorios, arresto, encarcelamiento y tortura de los sospechosos, como en lo relativo a los testigos, pieza importante de la trama a éstos se les concedía el favor del anonimato. Libro técnico -como se ha dicho con objetividad benévola-, ofrecía al lector párrafos de excitante curiosidad, como las descripciones relativas a la postura de las brujas en el momento de copular con el Diablo, hecho que si bien nadie había contemplado -según decía el libro-, era fácil de reconocer, pues tras la cópula quedaba en el aire una suerte de vaho, gaseoso, maloliente y putrefacto, prueba inequívoca de la fornicación. En la misma línea, los dominicos Kramer y Sprenger daban pistas sobre las peculiaridades del miembro erecto de Satán, escasamente desarrollado y potente, además de los «abortos secos» que sufrían las brujas a poco de haberse sometido a la lujuria diabólica Las indicaciones de carácter médico que hacían los autores del Malleus Maleficarum, destinadas a los investigadores, ponían énfasis especial en la observación de la temperatura en el occipucio de las mujeres, así como en la probable obstrucción de los «caños huecos», en referencia a los conductos anal y vaginal de las brujas, en donde hallarían pruebas sin duda concluyentes del acto sexual, El «martirio» de las brujas, ya en el proceso y la tortura previa. habría de fijarse sobre todo en la taciturnidad, vicio con síntomas de posesión demoniaca a todas luces, que se caracterizaba por el obstinado mutismo en que entrarán las mujeres tras los primeros azotes y tormentos y del que no se las podía sacar «ni descoyuntándoles las quijadas». Debido a esa taciturnidad, aquellas desgraciadas se mantenían en sus trece y morían sin confesión.. Pero que a nadie se le ocurriera llamarlas mártires por eso.
LA CARA OSCURA DEL RENACIMIENTO
Los antecedentes históricos referidos, imprescindibles para situar el binomio Inquisición-brujería en sus orígenes, tendrían su expresión material en la sociedad europea del Renacimiento, periodo que va de la segunda mitad del siglo XV a finales del XVII y antesala de la Edad Moderna. Epoca trascendental para la historia de la humanidad, conoció el resurgimiento de las ciencias, las artes, los descubrimientos geográficos y una reorganización política y social de Occidente, ésta debida en gran parte a sucesos bélicos, de un lado, y a la llegada de los europeos a América. En lugar destacado, sin embargo, el desarrollo de la imprenta, hecho que daría lugar a un impulso impresionante de la capacidad creadora del ser humano. Herencia del pasado más cercano, la Inquisición se halla incrustada en el panorama luminoso del Renacimiento como una oscura silueta que no sólo reclama atención y precauciones, sino también el alimento sangrante de la bestia devoradora que habita en sus entrañas. La Iglesia, protagonista en la evolución política y cultural de la época, exige la contrapartida del Minotauro, que sólo vive gracias al sacrificio de las víctimas Estas son a partir del siglo XV, las brujas, pero ya en proporciones cada vez más escandalosas.

Las primeras ejecuciones dictadas por la Inquisición contra la brujería tuvieron lugar en Provenza (Francia).

Dado que muchos Estados del Sacro Imperio Romano-germánico estaban gobernados por obispos, la extensión de los procesos por Alemania corrió como la pólvora. En Italia, los sucesivos pontífices dirigieron las actuaciones de forma casi personal: y en España, la Inquisición no tardó en constituirse como organización independiente, más atenta a problemas domésticos relacionados con moros y judíos que a la persecución de fantasmas, pese a que interviniera en uno de los procesos más resonantes. Católicos y protestantes rivalizan en la crueldad con que se enjuicia a las brujas, y la turbulenta figura de Lutero ha quedado enmarcada para siempre en aquella condena salida de sus labios: «Hay que estrangularlos, matar a los perros rabiosos», en referencia a unos campesinos, compatriotas suyos, que se habían negado a obedecer al obispo. Un pensador de la talla de Thomas Hobbes, autor del Leviatán dejaba la impronta de lo que en Inglaterra sentían las clases ilustradas: «Con respecto a las brujas, no creo que sus artes posean un poder real,, pero su castigo es justo(..), convierten su oficio más en una nueva religión que en una ciencia».

A medida que los demonólogos avanzan en el ejercicio de la represión, los más preclaros se sienten «obligados» a justificar su papel con memorias, resúmenes procesales, redacción de actas y testificaciones. cuando no esbozos de tratados, aproximaciones y manuales de inspiración ciertamente diabólica, todo ello para acallar tal vez la conciencia emponzoñada por tanto crimen innecesario, De entre la prolija literatura que origina el fenómeno es posible entresacar definiciones sutiles, afirmaciones y sentencias que dan fe de la inseguridad reinante en quienes obedecían con ciega pasión el mandato inquisitorial, pero referencias ineludibles a la hora de contestar a una pregunta que todos se hacían- ¿Qué era realmente la brujería; quién era realmente una bruja? Los testimonios son elocuentes y, seguidos con cierta cronología, ayudan a entender la evolución histórica del asunto
CUESTIONARIO PARA ASESINAR
Una forma indirecta de conocer «la verdad» -indirecta porque la credibilidad de los sospechosos era descartada desde el momento en que se hallaban ante la justicia-, consistía en la formulación de un sutil cuestionario, instrumento de gran utilidad al resumir en veintinueve preguntas lo que interesaba averiguar.
Este formulario, corregido si acaso brevemente de una circunscripción a otra, tenía la virtud de servir a modo de evaluación global para determinar la culpabilidad, testificada mediante denuncia casi siempre, de los reos y hasta dónde habían llegado en las prácticas perseguidas. Inspirado en el Malleus Malificarum, el cuestionario estaba a disposición de los investigadores, que se servían de una de las copias del mismo;, una vez cumplimentado, pasaba a forzar parte del expediente disciplinario, cuando no era el único testimonio válido para impartir veredictos de culpabilidad. En caso de duda se procedía a la tortura. Las veintinueve cuestiones fatídicas, por más retorcidas, capciosas y comprometedoras que hoy nos parezcan, eran las siguientes

1 ¿Desde cuándo eres bruja?

2. ¿Por qué razón decidiste serlo?

3. ¿Cómo llegaste a hacerte bruja y qué pasos diste?

4. ¿A quién has elegido por cómplice? ¿Cómo se llama?

5. ¿Qué nombre ostenta el espíritu superior al que te debes?

6. ¿Qué juramento te viste obligada a prestar?

7 ¿Cómo y en qué términos lo hiciste?

8. ¿Qué dedo levantaste? ¿Dónde tuvieron lugar las bodas con Satán? 9 ¿Qué demonios y qué otras personas fueron testigos?

10. ¿Qué alimentos consumisteis en las bodas?

11. ¿Cómo estuvo dispuesta la mesa? 12. ¿Qué lugar ocupabas en la mesa?

13. ¿Qué música se tocó y que danzas se bailaron?

14. ¿Qué te dio tu amante como regalo de bodas?

15. ¿Qué marca te hizo el Diablo en el cuerpo?

16. ¿Qué mal has causado a.. y a.... y cómo lo hiciste?

17. ¿Por qué razón les causaste ese mal? 18. ¿Qué harías para remediarlo?
19. ¿Qué hierbas o pócimas sirven para remediar los males?

20. ¿A qué niños has hechizado?

21. ¿Qué animales fueron víctimas de maléficio, o muertos, y por qué razón lo hiciste?

22. ¿Quiénes son tus cómplices?

23. ¿Porqué el Diablo te atormenta por la noche?

24 ¿Con qué haces el ungüento con el que embadurnas la escoba? 25. ¿Por qué crees que te elevas por los aires? ¿Qué palabras mágicas pronuncias para hacerlo?

26. ¿Cuántas veces has volado y quién te ayudó a hacerlo?

27. ¿Cuántas plagas y orugas malignas has creado?

28. ¿A partir de qué compuestos das vida a esas alimañas y cómo lo haces? 29. ¿Ha fijado ya el Diablo el número de maleficios que debes hacer?

LA TORTURA, PLACERES AL DESNUDO

La «Biblia» de la Inquisición -cínicamente llamada Martillo de brujas- estuvo vigente más de 300 años, tres largos siglos en los que sirvió de libro de cabecera a los pastores del rebaño, convertidos en realidad en perros feroces de una grey asustada, indefensa, empobrecida, miserable y acorralada. Antes y después de la tortura, la mayoría de las brujas fue objeto de sistemáticas violaciones por parte de verdugos, ayudantes de verdugo,, carceleros y quién sabe si también por alguno de los desequilibrados interrogadores. Con idéntico cinismo al título de su obra magna, Sprenger y Kramer habían insinuado el abuso sexual de las mujeres indefensas al detallar el procedimiento a seguir «El método para iniciar un interrogatorio con tortura es el siguiente. En primer lugar, los carceleros preparan los instrumentos, desnudan al prisionero (si se trata de una mujer, ya la habrán desnudado otras mujeres decentes y de buena reputación): se le desnuda con el fin de descubrir si lleva objetos de brujería entre las ropas, pues muchas veces, siguiendo las instrucciones del demonio, los fabrican con los cadáveres de niños sin bautizar.» Hay constancia histórica de que incluso algunas monjas fueron violadas en el curso de esta parte del proceso, lo mismo que cabe suponer el conocimiento por parte de las autoridades eclesiásticas sobre la comisión de estos abusos, ¿Qué mujeres decentes y de buena reputación, según aquellos dominicos esquizofrénicos, estaban a disposición de verdugos y carceleros embrutecidos por un trabajo para el que sin duda se exigía ausencia de escrúpulos, máxima insensibilidad y condiciones morales propias de quienes sólo pensaban en lo que podían robar a las víctimas? ¿Qué garantías amparaban a aquellas mujeres desnudas en calabozos inmundos, encadenadas al potro y ultrajadas mediante la privación de alimentos, prohibición de asearse, sin posibilidad de consuelo familiar y noches de exposición desvalida al atropello impune?
«Una vez preparados los instrumentos de tortura -continuaba el manual-, el juez personalmente o por mediación de otros hombres, celosos guardianes de la fe, intenta convencer al prisionero de que confiese la verdad libremente; pero si éste se niega a hacerlo, ordena a sus ayudantes que preparen al reo para la estrapada u otro tormento»


La estrapada..., también conocida come «trato de cuerda», consistía en amarrar :cs brazos del prisionero a la espalda con una soga pendiente de una polea de forma que pudiera ser izado al aire.

En ocasiones, la víctima veía que le colgaban pesos de los pies para separar así los hombros de las articulaciones sin dejar rastro de malos tratos. La finalida: de este instrumento era descoyuntar los miembros, para lo cual otras veces se hacía uso de la garrucha; esta se distinguía de la estrapada en que el reo, igualmente atado, era dejado caer sin que cuerpo llegara al suelo, lo que producía un dolor aún más agudo. Si era preciso, sin embargo, se recurría a aplicación de las empulgueras, método consistente en aplicar fuerte presión al de _ pulgar del pie con un trozo de cuerda; cuando la presión se ejercía con dos trozos de metal, el dedo quedaba aplastado y roto. En algunos lugares se discutía hasta longitud del dedo gordo debía aplicarse la empulguera y lo común era no llegara al extremo de la uña... Gracias a estos procedimientos, por ejemplo, una viuda de sesenta y nueve años de edad, Clara Geisler, confesó que «bebía la sangre de los niños que robaba en el transcurso de sus vuelos nocturnos y había asesinado a unas sesenta criaturas; denunció a otras veinte brujas que habían estado con ella en los aquelarres y declaró que la esposa de un alto funcionario -burgomaestre-, fallecido, presidió numerosos vuelos y banquetes». El acta judicial del proceso contra aquella infeliz decía al final: «El Diablo no permitió que revelara otros delitos y le retorció el cuello.»

Con esta muestra entraremos, en el próximo capítulo, en la espantosa maraña de los grandes procesos de la Inquisición ­por causas de supuesta brujería.


Fuente: Satanismo y brujería. Grupo Editorial Babilonia.  Barcelona (1992)


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