viernes, 28 de septiembre de 2012

LA FLOR Y LA LUNA II (relato de horror)





El pacto

Debía estar loco. Necesariamente debía estarlo para estar haciendo aquéllo. En la oscuridad de la noche el paisaje adquiría tintes de misterio, diríase siniestros incluso, bajo la plateada luz de la excelsa diosa Selene que todo lo bañaba derramando sobre el mundo su nacarado manto de irreal ensoñación.
Atrás había quedado la vieja casita de piedra, abandonada tanto ha. ¿A quién había servido de refugio? ¿Quién en otro tiempo pudo vivir en lo alto de una montaña, obligado a subir y bajar sus laderas cada día? Las piedras de sus otrora sólidos muros iban ahora amontonándose a sus pies, cediendo al tiempo en la batalla que siempre éste acaba ganando y guardando para siempre los secretos de las venturas y desventuras que presenciaron.
Secretos... ¿cuántos conocería el mundo? ¿Cuántos habría conocido? ¿Cuántos habría de conocer? Si uno se paraba a pensarlo, casi llegaba a la conclusión de que desconocemos mucho más que lo que conocemos acerca de las cosas que nos rodean. Todo parecía tener una doble cara que asomaba a una realidad velada, ignorada pero siempre presente.
El hombre con que habló aquel día en el restaurante era Paquito. Estaba seguro. Resultaba una locura pensarlo, pero esa así. Podía tener una cara distinta, sí, pero cuando te has criado con alguien y has conocido todas y cada una de sus expresiones, gestos, palabras, reacciones... cuando has conocido a alguien así, nadie te puede hacer creer que es él sin serlo.
Paquito estaba muerto, o quizá no. Quizá tan sólo encontraron un cadáver sin rostro reconocible. Quizá decidió dejar que creyeran que era él por algún motivo. O quizá había algo mucho más tenebroso. ¿Podían los muertos comunicarse con los vivos? ¿Podían siquiera hacer algo más allá de criar malvas y gusanos en sus tumbas? “¡Bah!”, se decía sacudiendo la cabeza. Algún día todos conoceremos la respuesta a esas preguntas. ¿A qué calentarse la cabeza con ellas pues? Lo único que ahora importaba era dar una respuesta a al enigma creado por la visita que recibió aquel día.
Probablemente no encontrase allá donde iba más que matorrales y piedras dispersas, pero al menos le serviría para cerciorar si él mismo comenzaba a delirar o si por el contrario... ¡Qué coño! ¡No perdía nada por intentarlo! Si acaso, casi no se atrevía a pensar en ello por temor a la posterior desilusión, fuera verdad lo que le contó... si realmente llegara a tener una oportunidad con Isabel...
Finalmente llegó a su destino.  Desde allá arriba, echó una mirada atrás hacia aquella otra cima en que quedaba la vieja casita de piedra, tan lejos la colina en que ahora se encontraba de ella, como aquélla del pueblo y la gente... del mundo. Casi se tenía la impresión de haber abandonado este último a través del tiempo y el espacio para acceder a lo que debió ser en otra época, a un lugar donde la irrealidad se hacía esencia y uno se sentía sujeto a leyes que no eran las que regían en el día a día.
Bajo la luz de la luna llena, caminó por la pequeña explanada en busca del barranco que le habían descrito. No le costó encontrarlo. Ni las plantas anunciadas tampoco. Matas de tomillo, romero... especias diversas que bien conocía y nada tenían de especial, con sus ramitas en flor adornando su verde natural.
“Al mundo muestran una cara que no es la suya verdadera” le había asegurado Paquito, “ volviendo la suya verdadera hacia las mágicas dimensiones que están y no se perciben”.
Al borde mismo del abismo, echó una mirada allá abajo. Bajo la espectacular y romántica iluminación, se amontonaban a sus pies muchas más de éstas, si bien en su caso sin flor y con aspecto más basto y rudo.
“Son los machos de la especie que, anhelantes y enamorados, miran eternamente hacia arriba, allá donde sus bellas amadas sueñan con la Luna ajenas a ellos y sus deseos.”
Los machos que anhelantes miran eternamente hacia arriba para adorar a sus hembras... como él mismo. Todo allí era una alegoría a su propia situación. Pensó en Isabel. Tan bella, tan cautivadora...
 “Tonet... ¿estás seguro de aquéllo que deseas?”
No se trataba de una voz en el aire. Ni siquiera en su cabeza. Más bien era como algo que se deslizaba dentro de ella, proveniente de todos sitios. De las plantas, del viento que silbaba en sus oídos y agitaba sus cabellos, de la Luna, las estrellas... “La Diosa Madre”, pensó. “La Naturaleza me habla, como aseguró Paquito que ocurriría.”
Recordó también sus otras palabras. Aquéllas que le advirtieron acerca de la belleza y su naturaleza. “Las cosas obedecen a un orden. La Naturaleza es armonía. Lo estridente la desagrada y ante ello siempre tiende a recobrar su equilibrio. Si esa mujer no es para ti y la alcanzas, las leyes inmutables harán su trabajo para restablecerlo.
La belleza llena el espíritu a través de la vista, pero no tiene por qué colmarlo en otros sentidos y a menudo contribuye a alterarlo por otros cauces.”
¡Bah, palabras! Si se detenía a pensar en ellas, carecían de todo sentido práctico. Meras divagaciones filosóficas que no conducían a ningún lado. Lo que debiera ser, sería. Los hombres no pueden andar preocupados por lo que sus actos pueden deparar, pues es especular sobre el futuro, y sobre el futuro nadie sabe nada. Deseaba a aquélla mujer. Si había alguna posibilidad de conseguirla, suya habría de ser. Y el tiempo diría lo demás.
Procedió entonces en la manera que su viejo amigo le había indicado, estableciendo un pacto con la Diosa Madre que habría de mantener hasta el fin de sus días, guardando el secreto ante todos, salvo aquéllos que su corazón señalara dignos de compartirlo.

El éxito

Las cosas fueron tal y como Paquito había prometido. Establecido su pacto con la Diosa Madre, las plantas mágicas mostraban para el su verdadera cara en aquella colina una vez al mes, con la luna llena. Flores distintas, hojas distintas... distintos sabores distintos a cualquier otra especia conocida. Hasta dieciséis de ellas que hicieron de él un cocinero célebre y adinerado. Buscó bien Tonet por si hubiera alguna más, pero fue tal y como su viejo amigo afirmó. Dieciséis. Ni una más, ni una menos, que para todos salvo él mantenían su apariencia engañosa, no obstante permitirles apreciar su sabor.
La fama de sus guisos se extendió como la espuma. Su restaurante pasó a ser famoso en el país. Hasta él llegaba gente de todas partes ansiosa por probar los sabores que tanto estaban dando que hablar. Ganaba premios de gastronomía y los jueces hablaban maravillas de sus platos. Siempre él guardando su secreto, por supuesto, tal y como prometió aquella noche en la montaña bajo la luz de la Luna.
El funcional Ford Scort dejó paso al lustroso Mercedes, al tiempo que el local hubo de someterse a reformas para ampliar su capacidad. Todo comenzó a ir viento en popa para el bueno de Tonet y eso, claro, no podía ser algo que la bella Isabel pasara por alto.
De repente, su viejo compañero de infancia cobraba a sus ojos un atractivo recién adquirido. Nadie se vaya a engañar. No era ciertamente que la hermosa pensara en él de forma interesada únicamente. No, se trataba de algo más profundo. Más bien del magnífico brillo que acompaña a los triunfadores y tan seductores los hace a ojos de las féminas. De repente, el nivel de su clientela se había elevado espectacularmente. Adinerados empresarios, políticos, actores, cantantes... hasta muchos de los famosos de las revistas se acercaban hasta allí y en las paredes podían verse fotos enmarcadas de Tonet posando con Jose María Aznar, Jaime Cantizano, Isabel Preysler...
Evidentemente, tal fulgor no podía dejar de deslumbrar a la superficial Isabel, que en breve se vio saliendo con el hombre del lugar. Tratando con su clientela, intimando con ellos. Gente como Judit Mascó y David Bisbal preguntaban por ella cuando se acercaban hasta allí y hasta la invitaban a su casa.
Apenas dos años después de que todo empezara, contrajo nupcias finalmente con Tonet. Ninguna duda albergaba su corazón acerca de su deseo y no titubeó a la hora de dar el “sí quiero”. ¿Qué más podía desear una chica? Tonet se desvivía por ella, colmándola de atenciones y regalos. Joyas, pieles, fabulosos vestidos de los más  prestigiosos diseñadores...
Su boda se celebró en el restaurante, su luna de miel en París y cuando poco después anunciaron su estado de buena esperanza, recibió felicitaciones y parabienes de gente cuya realidad hasta entonces, para ella se había limitado al papel couché y la imaginación.
Pero el tiempo se encarga de bajar a los soñadores de sus nubes, y de mostrar que los precios que al pronto semejan baratos, a menudo no lo son tanto. Con los años, la cosa fue trayendo la rutina y la concepción de aquéllo a que realmente había accedido.
A pesar del dinero y el éxito, Tonet seguía siendo el cocinero de pueblo que conoció desde niña. El pobre comía en la mano de Isabel, que hacía con él lo que quería. Poco le costó convencerlo para trasladar el local a la capital y su residencia a un lujoso chalet de una lujosa zona residencial, pero, al igual que diría Victoria Beckamp, a ella le seguía oliendo a ajo.
Todo el mundo de glamour con que había soñado, se vio subordinado a los fogones y torpes maneras de quien perdía su vida por ella, pero no conseguía llenar la suya por más que pusiera todo lo que tenía en ello.
Su hija creció. Una criatura en realidad no especialmente deseada, al menos por su parte, que fue consecuencia necesaria de su matrimonio. Isabel pensó en su momento que sería la mejor manera de afianzar su posición. De mutuo acuerdo, dejó de tomar la píldora. El resultado fue una hermosa niña que ella vio crecer sin excesiva emoción ni entusiasmo, y tras ella no accedió a tener más hijos si pena de arriesgarse a perder su soberbia figura.
No era Isabel una desalmada, tampoco eso. Simplemente su vida fue cayendo en una profunda apatía, aspirando a un mundo de glamour que siempre quedaba por encima de su realidad, lastrada por un marido que cual robusta ancla la mantenía sujeta a sus raíces.
La chiquilla adoraba a su padre, y éste a ella. La relación entre ambos se fue fortaleciendo y afirmando al mismo tiempo que enfriando la que mantenía con su madre, un tanto desplazada y fuera de sitio.
Cuando la mocosa pasó a adolescente, la cosa fue a peor todavía. Isabel sentía que pasaba el tiempo. Ya con catorce años, nada podía ser más evidente que la constatación de que había heredado la belleza de su progenitora, realzada además por la espléndida cabellera dorada regalo del azar y la fortuna genéticas. Sus negros cabellos contrastando son los rubios de la niña, veía su hermosa mirada verde en los ojos de su hija, que replicaba su beldad con los nuevos ánimos de la juventud.
A sus cuarenta y tres años, Isabel seguía siendo una mujer hermosa. Muy hermosa. No obstante, era consciente de cómo la muchacha se encaminaba hacia lo que ella había sido, de la misma manera en que ella misma se alejaba. Se hacía vieja, lo notaba. Aun era una mujer joven sí, pero ¿por cuánto tiempo más?  El tiempo pasaba y su existencia se consumía sin vivir lo que su corazón anhelaba. Su hermosura que tan soberbia y digna aguantaba el paso del tiempo, comenzaría a languidecer algún día, a no mucho tardar ya. ¿Qué sería entonces? ¿Qué, ya de anciana, lamentar una vida que no se ha llenado cuando ya se prepara la despedida?

La traición

Para aquel entonces la bella Raquel comenzó a salir con un apuesto joven. Un atractivo muchacho, francés de origen e hijo de algún reputado gourmet del país vecino. Llegado acá intrigado por la fama de los guisos de Tonet, no pudo evitar quedar deslumbrado por la belleza de su hija tanto o más que por el sabor de éstos.
El dulce Jean-Pierre era un muy guapo mozo. De negros cabellos ondulados y verde mirada color aceituna. A pesar de ser veinte años mayor, no fue la edad obstáculo para que Isabel reparara en él. Al evidente atractivo físico, sumaba el muchacho todo lo que ella podía encontrar atractivo en un hombre. Vástago de hombre adinerado, crecido en un ambiente cuyo refinamiento y glamour había impregnado su naturaleza. Cultivado, viajado, conocedor de mundo... sabedor de cómo tratar a una mujer. Isabel veía a través una nube de envidia cómo su hija recibía las atenciones de galán cautivador como jamás ella conoció.
Jean-Pierre había venido a España con dos claras intenciones. Una, comprobar lo que se aseguraba de los platos de aquel famoso cocinero. Otra, si era cierto ello, hacerse con el secreto de sus especias. Planeaba él independizarse de su progenitor montando su propio restaurante, y ellas serían la garantía de un éxito asegurado.
Lo de Raquel fue añadido. No empezó a salir con ella por interés. Ciertamente la muchacha era preciosa, tanto como el verde de la floresta en primavera. Su visión había bastado para cautivarle, pero se unía a su belleza el hecho de ser hija de quien era, y ello resultaba circunstancia que no podía dejar él de intentar aprovechar. Si pudiera volver a Francia con dos maravillas en lugar de una...
Pero la muchacha no resultó fácil de convencer. A pesar de su cándida apariencia y dulzura, también de su madre portaba la firmeza y fuerza de carácter. Aun sabiendo Jean-Pierre que estaba en el secreto de su padre y a pesar de intentarlo todo, por activa y por pasiva, para que accediera a compartirlo con él, hubo de resignarse finalmente a claudicar y darse por vencido ante la rotunda e inamovible negativa de la joven.
Sin embargo, una batalla no hace la guerra y a menudo, cuando no se puede invadir una posición desde un lado, puede atacarse desde otro con éxito.
Jean-Pierre era consciente de cómo le miraban las mujeres. Y era consciente de cómo le había mirado Isabel desde el primer momento. Completamente. En sus brazos su bella suegra gritó de placer como nunca lo había hecho, profanando juntos el templo de su cuerpo en traición conjunta a su marido y su hija.
Poco le importaba a Isabel. De haber buscado en su conciencia, escaso saldo fuera el que hubiese hallado. Para entonces ya ni sentía ni padecía en relación a su familia, y sí en cambio en contacto con el caliente y joven cuerpo varonil.
Lo que no quiso entregar la hija, presta estuvo a hacerlo la madre. Más, ¡ay!, no estaba ella en el secreto como aquélla. Más interesada en lo que éste aportaba que en el propio secreto del éxito de su esposo, nunca se había preocupado ella especialmente por conocer su fundamento. De haberlo hecho, ni siquiera hubiera sabido como aprovecharlo, así que ¿para qué?
Sin embargo, ahora la cosa era distinta. Aquel joven con edad para ser su hijo y virtudes para ser su amante, le hablaba con su arrullador acento francés de una vida en París a su lado, sumergidos en el brillo dorado del champagne y el glamour de la alta sociedad. Mucho más de lo que un pueblerino de esencia podía ofrecer. Mucho más que aquéllo a lo que estaría dispuesta a renunciar por el respeto debido a la que era carne de su carne.
“-¿Me llevarás contigo?” -había preguntado ella.
“-Por supuesto, ma reine” -había respondido él.
Si bien no fresca y joven como la hija, ciertamente la madre no era menos hermosa y, al menos por unos años, sería una compañera ideal, llave además de su éxito.
“-¿Esto es querer a una persona para ti?” –recriminó Isabel a su marido ante su reticencia a revelarle su secreto.
 –“¡La niña lo conoce desde que era una mocosa y a mí no quieres contármelo! Eso no es amor, Tonet. Tú no te enamoraste de mí, te enamoraste de mi belleza. Tan sólo de ella.
-No digas eso, Isabel. Sí, no puedo negar que lo primero que me atrajo de ti fue eso, pero sabes que nadie te ha adorado como yo. Desde que éramos niños ha sido así y así sigue siendo. Y sabes que un sentimiento así no puede nacer de la simple admiración por la belleza.
-¡Palabras! Palabras bonitas nada más, pero no me das nada en que pueda confiar.”
Y era cierto. En realidad lo era, Tonet lo sabía. Su pacto le obligaba a guardar el secreto ante todos salvo quienes su corazón le dictara dignos de compartirlo. Y su corazón latía y se desvivía por su mujer. Por ella habría dado la vida, pero considerarla digna de compartir el secreto de la Diosa Madre... Tonet recordaba perfectamente las palabras de Paquito acerca de la belleza y su superficialidad. “La belleza es el alimento del alma, pero su virtud no va más allá  de ella misma” le había dicho. “Los diamantes las esmeraldas, los rubíes... su belleza es magnífica y nos deslumbra, pero no son más benígnos que la más común de las piedras, y desde luego no son más fieles.”
No, no eran más fieles. Aquel día, hacía ya dieciséis años, su amigo le advirtió que la Diosa siempre tiende a la armonía y que el equilibrio alterado debe ser recuperado. También que aquella mujer no era para él.
Tonet tenía miedo de perder a Isabel. Bien sabía él que el único motivo que había permitido su conquista había sido su éxito como cocinero, que a su vez tenía por único fundamento aquellas florecillas silvestres que una vez al mes recolectaba bajo la luz de la Luna. ¿Qué sería de conocer Isabel su secreto? ¿Sería capaz de continuar tras ello al lado de un simple pueblerino?
Tonet no se engañaba. Sabía que su mujer no era feliz con aquella vida. Sabía que durante todos estos años había soñado con algo más. Sabía de eso y de sus continuas infidelidades, sí pero la cuestión era si más allá de ello, su corazón la sentía digna o indigna de tal conocimiento. Más aun, ¿era digno él de ella? ¿Tenía derecho a obligarla a permanecer a su lado bajo aquel chantaje de esplendor?
Tonet tomó su decisión. Lo que habría de ser sería, ¿a qué marear la perdiz? Si Isabel decidía abandonarle tras conocer su más íntimo secreto, al menos guardaría de ella para siempre los años pasados juntos y la criatura que le había regalado y era hoy la luz de sus ojos. ¿A qué engañarse? Sus genes jamás podrían haber participado en la concepción de tan hermoso ángel, no había que ser demasiado listo para darse cuenta de ello. Como decía una tía suya cuando era niño, “de los huevos de un pastor, no puede salir un señorito”.
Sí, Isabel no había sido un modelo de virtuosidad pero, con todo, le había dado todo lo que era capaz de dar a alguien como él, y la niña había sido el mayor premio de su vida. A pesar de saberla no suya, la quería tanto o más que pudiera querer el más amoroso de los padres a su hija verdadera y siempre le estaría agradecido a Isabel por ella y por todo lo demás.
Fue una noche de luna llena, como cualquier otra de las que hasta allí se acercaba. Tonet le explicó a Isabel el secreto de las dieciséis especies, así como el del pacto con la Diosa Madre que allí mismo, aquel día y al borde de aquel barranco, ella estableció para el resto de sus días.
Todo vino a ocurrir en un momento. Ciertamente Isabel no lo había planeado. Ni siquiera se le había pasado por la cabeza, pero hay veces en que el Diablo sale al camino sin ser llamado. Veces en que el gran cornudo nos muestra su sonrisa engañosa y embaucadora, empujándonos hacia el Destino con la fuerza de la fatalidad.
Tonet se inclinaba a la orilla del abismo recogiendo sus especias mientras le explicaba su uso. Isabel pensó lo que pensó. Ya tenía cuarenta y tres años. ¿Cuántos podría retener a su lado a Jean-Pierre? Aun era una mujer hermosa, pero el reloj biológico había rebasado ya la media esfera y su belleza iría a menos cada día, martilleada por los inmisericordes puños de la edad y el tiempo.
El secreto de las especias y la luna llena le permitiría ganarlo, sí, pero... ¿conservarlo? ¿Quién le garantizaba a ella que, más joven y hermosa, no conseguiría finalmente convencer el apuesto a su bella hija para que con él lo compartiera? Sobre todo tras haber abandonado ella a su amado padre. Raquel la odiaría.
Tonet no le pondría fácil el divorcio. Sin embargo estaban casados en régimen de gananciales. Si algo le pasara, le correspondería la mitad de todo lo conseguido desde que se casaron y lo que determinara el reparto de la herencia. Mucho más de lo que le correspondería a la niña. Con ello podría comprar tiempo. Jean-Pierre soñaba independizarse de su padre y abrirse su propio camino hacia el reconocimiento como gourmet. Con  todo ese dinero podría comprarle un local, acondicionarlo...  No podría ofrecerle tanto la niña. El joven y hermoso Jean-Pierre se vería obligado a permanecer a su lado, al menos por bastantes años. Luego... lo que habría de ser sería.
 Isabel sólo tuvo que empujarle. Con una mirada que más reflejó incomprensión ante tan inesperada traición que miedo o sorpresa, el bueno de Tonet cruzó la línea que separaba el suelo firme del vacío, la vida de la muerte, el último día de la eternidad.
Con un grito que más fue de tristeza y dolor que de terror, cayó de espaldas al abismo. No se revolvió en el aire como quien se rebela a su destino, sino que hasta el fin reventado contra las piedras al pie del barranco, permaneció su mirada fija en la de su amada allá arriba. Como la de los machos de las dieciséis especies que, “anhelantes y enamorados, miran eternamente hacia arriba, allá donde sus bellas amadas sueñan con la Luna ajenas a ellos y sus deseos”.
Hasta el mismo final, todo allí fue una alegoría de su propia situación. “Los diamantes, las esmeraldas, los rubíes... su belleza es magnífica y nos deslumbra, pero no son más benígnos que la más común de las piedras, y desde luego no son más fieles.”.
No, no son más fieles. Dicen que cuando sabes que vas a morir, toda tu vida pasa ante ti en un instante. Y toda la su vida había sido Isabel.
Tonet murió aplastado por la gravedad al pie del barranco. Tal y como aquel día asegurara Paquito, hubo de pagar el precio de la belleza. Desde arriba, Isabel miró su cuerpo, sintiendo una extraña sensación a camino entre la confusión, el dominio y la liberación. A la luz de la luna, yacía tumbado sobre su espalda y sin cabeza, decapitado por el filo cortante de alguna roca. Todavía no comprendida la real dimensión de su acto, rompió a reír al borde de la crisis nerviosa.
Isabel enterró el cadáver allí mismo. En su acto irreflexivo, no calculó las circunstancias ni las posibles consecuencias. Cuando comenzaran a buscarle extrañados por su falta, Raquel llevaría allí a la Policía, sabedora de que en noches como aquélla era su destino. Encontrarían el cuerpo. Bien se encargó de esconderlo ella, yendo a buscar lo necesario para cavar un profundo hoyo y volviendo allí a continuación, pero la tierra removida no pasaría desapercibida, y además no consiguió encontrar la cabeza. Por más que buscó y rebuscó, hubo de darse finalmente por vencida y regresar a casa con el alma en un puño, preguntándose cómo sería la vida en la cárcel y si podría sobrevivir a tal experiencia alguien como ella, que había nacido para el lujo y el glamour.

(Continuará)

viernes, 21 de septiembre de 2012

LA FLOR Y LA LUNA I (relato de horror)

       “Los diamantes, las esmeraldas, los rubíes... su belleza es magnífica y nos deslumbra, pero no son más benignos que la más común de las piedras, y desde luego no son más fieles. Tampoco menos, pero todos los desean y van de mano en mano, cediendo su esplendor al que puede comprarlo.”

     “Belleza no implica bondad, ni tampoco capacidad para hacerte más feliz. A menudo incluso hace voluble y caprichosa a la bendecida con su don. Las flores siempre crecen hacia el sol. La misma esencia de lo bello, es seguir al esplendor.”

     “La flor y la Luna” es una historia de magia -onda wiccana-, amor no correspondido y horror que te cautivará.


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Diecisiete años

Isabel contempló la caída al pie del barranco desde su privilegiada posición en las alturas. Seguía sintiéndose la misma sensación de dominio y poder que entonces. Diecisiete años... como quien decía una vida. Sus recuerdos parecían tan lejanos... Con seguridad podría haber creído pasados muchos más de no ser por la conciencia, dolorosa conciencia, del tiempo computado oficialmente. Y nada parecía haber cambiado, ni siquiera aquellas estúpidas florecillas a sus pies.
La luz de la Luna bañaba serena su hermoso semblante, cubriéndolo de plata y magia igual que aquella noche. Contemplándola, una casi podía llegar a creerse en presencia de mudo y eterno testigo, tan presente como ajeno a los devenires del género humano, cual aburrido trasnochado en un cine de verano. ¿Cuántas cosas habría visto? ¿Cuántos secretos guardaría su nacarada omnipresencia? Con seguridad habría podido contarle cosas que ni ella misma conocía y ya para siempre quedarían ocultas por el más impenetrable secreto, aportando las piezas que aquel demencial puzzle ya nunca encajaría. Diecisiete años...

Un viejo amigo

-¿Qué tal sigue el país Isabel?- preguntó Tonet con simpática socarronería.

-Bueno, como siempre –le respondió ella sin prestarle apenas atención, tan indiferente al bonachón propietario del restaurante como realmente al contendido del diario.

 Isabel soñaba con salir algún día de allí para conocer mundo. París, Londres, Nueva York... todas las grandes ciudades para vivir en las cuales ella estaba echa y de las que una broma del destino había querido mantenerla alejada, llevándola a nacer en un mísero pueblucho. A ella, que seducían las joyas, el glamour y el encanto de la metrópoli. Algún día abandonaría todo aquéllo para nunca volver a mirar atrás, y entretanto dejaba divagar su mente sobre las páginas del periódico y todas aquellas cosas que le hablaban de ese mundo más allá de las fronteras del suyo de paletos y gente de pueblo, con más interés real en el contexto que en las noticias que en él se ubicaban.

El bueno de Tonet se la comía con  los ojos. Ella lo sabía y soportaba con la misma indolencia y apatía que deparaba al resto de lugareños. Varias habían sido las ocasiones en que se le había declarado solicitando sus amores, la primera en allá en el patio del colegio, cuando todavía eran unos críos, pero no estaba echa la miel para la boca del cerdo y ella, que indiscutiblemente era y con mucho la flor más hermosa de aquel insoportable corral de vacas, jamás habría podido salir con alguien así.

Ciertamente lo había echo con algún muchacho del lugar, así como con otros de otras localidades y hasta de Alicante. Como cualquier joven de su edad, tenía sus necesidades y las había del tipo que sólo puede satisfacer un potente cuerpo masculino, pero habían sido las tortas a falta de pan y, en cualquier caso, mucho menos catetos que el pobre Tonet.

 Se le hacía insufrible cuando empezaba con sus tonteos, pero igualmente simpático y entrañable tras haber crecido juntos con los otros mozos del pueblo, lo cual le llevaba a pasar por allí cada mañana cuando, camino del trabajo en Ibi, paraba en su restaurante a orillas de la carretera que separaba a éste de Castalla para tomar un café y una tostada.

Se escuchó el sonido de las campanillas al abrirse la puerta. Isabel giró la cabeza mecánicamente para encontrar a un autostopista entrando al local, de aspecto un tanto deplorable, casi de vagabundo. Hubo de reprimir una expresión de aprensión en su bonita cara, que no obstante se reflejó en su mirada.

-Buenos días- saludó el hombre.

-Buenos días –respondieron ella y Tonet.

También éste lo encontró desagradable, pensando por un instante si decirle que no era adecuada su presencia en tales circunstancias en el local y que por ello no podía atenderle, pero hacía frío fuera y se compadeció, incapaz de negarle al menos un café caliente a quien debía haber pasado la noche caminando a la intemperie. Además Isabel hizo ademán para cerrar el periódico y dejarlo sobre el mostrador, evidenciando que daba por finalizado su desayuno.

-Dime cuanto te debo Tonet.

-Nada guapa, invita la casa.

 Y ella lo sabía. El requerimiento era tan vano como formal. El zampo de Tonet bebía los vientos por ella y nunca le cobraba, pero su orgullo le impedía arriesgarse a pasar por gorrona y siempre pedía la cuenta, aun a sabiendas de lo que había. Luego, una o dos veces a la semana, pasaba por allí a comer y entonces sí pagaba. No porque él no hubiera igualmente insistido en no cobrarle al principio, sino porque su dignidad le había llevado a insistir aun más en lo contrario, alcanzando finalmente aquella especie de pacto implícito entre ellos que dejaba en tablas las cosas.

-Bueno, me voy. Hasta mañana Tonet.

-Hasta mañana guapísima.

 Se quedó él mirando el fabuloso culo de la hembra enfundado en su ajustada falda negra mientras se alejaba hacia la puerta. ¡Pero qué buena estaba la cabrona!

-Sigues perdiendo el seso por ella, ¿eh Tonet?

Miró molesto al autostopista.

-¿Nos conocemos caballero?

-¡Oh, ya lo creo que sí!- contestó para su sorpresa.

 Había pensado que se trataba tan sólo de un descarado viajero apuntando lo obvio. Extrañado, lo observó ahora con más atención, revelando su mirada su incapacidad para recordar.

-Esta cicatriz te ayudará- aseguró llevando uno de sus dedos a su sien derecha para señalar la que allí lucía.

La expresión en su cara se tornó incrédula, a la par que emocionada.

-¿Paquito...?

Aquella señal era inconfundible. Él mismo se la hizo de un puñetazo cuando eran niños, y  conocía su forma y situación desde entonces tan bien como su reflejo en el espejo.

El hombre sonrió.

-¡Pero tío...! ¡Venga un abrazo!- exclamó a la vez que salía de la barra para llevar al hecho su efusiva propuesta.

-¡Cuánto tiempo macho! –apreció ya estrechándolo entre sus brazos- ¿Qué ha sido de tu vida?

Sintió que quizá no debiera haber preguntado aquéllo. Paquito no había sido un chaval demasiado afortunado. De niño perdió a su padre en un accidente de tráfico y ya de muchacho, a su madre cuando fue ingresada en el psiquiátrico. Fue precisamente a consecuencia de ello que decidió abandonar el pueblo, hacía ya cosa de diez años, y desde entonces nada habían vuelto a saber de él. Se dijo que se había alistado en el ejército y después que estuvo dando vueltas por Europa, trabajando en ésto o aquéllo, lo que salía. Siempre rumores, nada concreto.

-Bueno, no me ha ido mal del todo. Unas veces mejor, otras peor... No te dejes engañar por mi aspecto ¿eh? Llevo semanas haciendo dedo y durmiendo donde sale.

-¡Ja, ja, ja!- rió animado y feliz de reencontrar a su amigo Tonet, a la vez que volvía dentro del bar. –Venga, que esto hay que celebrarlo. ¿Qué quieres tomar? Invita la casa.

-Vaya hombre, se agradece. Ponme una cervecita, me vendrá bien.

-¿Botella o barril?

-Lo que más rabia te dé.
Tonet rió entredientes.

-Escucha Paquito... –comenzó a decir algo más serio mientras accionaba la palanca del grifo- no sé si preguntártelo...

La expresión del hombre se tornó socarrona.

-¿Qué ha pasado con mi cara?

Tonet reveló un gesto ahora como del de quien se disculpa ante una torpeza. En efecto, era precisamente aquél el tema por que quería cuestionarle. A pesar de que la cicatriz resultaba inconfundible y también su voz una vez reconocido, su rostro no era en absoluto el de su amigo de la infancia.

-Tuve un accidente de moto. Sin casco. Una mala cosa, me dejé la jeta en el asfalto. Lo que ves es el resultado de varias operaciones de cirugía estética.

-¡Oh vaya! Lo siento.

-Bueno, no lo hagas demasiado. La verdad es que ni la de antes era para echar cohetes, ni la de ahora tampoco.

-¡Ja, ja, ja!- rieron.

-Toma- le tendió la jarra ya llena.

-Gracias.

Dio un sobo y se miraron.

-No me has contestado.

-¿A qué?

-A mi pregunta. Sigues coladito por ella, ¿no?

-¡Ah, eso! Sí bueno, ya sabes... ¡Está que se rompe la cabrona!

-Sí, es cierto. Y además parece que ahora todavía está más buena.

-¡Vaya!

-Recuerdo que nos llevaba locos a todos. ¡A quién no!

Tonet asintió con un gesto de total aprobación.

-Y también recuerdo que a ti te seducía más que a nadie. A todos nos ponía burros, pero lo tuyo con ella era algo especial.

Ahora se sintió un tanto incómodo, como quien se ve forzado a reconocer algo evidente pero que no se desearía lo fuera tanto.

-Esa pava no es para ti, Tonet. Es demasiada mujer para gente como nosotros.

-Ya... –admitió sin contradecirle.

 Paquito tenía razón. Era algo que a nadie se ocultaba que Isabel era hembra de muy alto calibre y aun más altas aspiraciones, de las que no se conforman con un simple pueblerino. Negarlo sería estúpido y también pretender estar a la altura.

-Pero no te la quitas de la cabeza, ¿eh?

Volvió a asentir, ahora en silencio.

-Tonet, para que una mujer como esa se fije en ti, tienes que ser un guaperas de capital, con la cartera llena y un BMW en la puerta.

-Está claro.

-Lo único que te daría una posibilidad sería convertirte en un triunfador.

-Ni eso creo yo. Como has dicho, a ella le van otro tipo de pavos. No los pueblerinos, sino gente de caché que la lleve a buenos restaurantes y hoteles. No tengo nada que hacer.

Paquito se compadeció de su amigo. Debía ser muy cruel eso de tener ante sí la fuente el sediento y no poder alcanzarla.

-Bueno, tampoco te pongas tan extremo. Si triunfaras lo conseguirías.

-¡Qué va! Y aunque así fuera, ¿cómo voy a triunfar? Tú lo has dicho. No somos Brad Pitt, pero tampoco Mario Conde. Ni siquiera terminamos la ESO. ¿En qué puede triunfar gente como nosotros?

-Bueno, eres cocinero, tienes un restaurante... ¿No ha triunfado gente como Arguiñano?

Tonet hizo ademán de verse sobrepasado.

-Paquito, no flipes tío... hay lo que ves. No soy un genio de la cocina. Tan sólo alguien que ha aprendido a apañárselas con los fogones para salir adelante. Hago paellas, gazpachos, menús... no cocina de alto nivel, ni ésto es un restaurante de cinco tenedores.

Paquitó resopló, a la vez que parecía dudar acerca de algo.

-Bueno, quizá en eso yo pueda echarte una mano.

-¿Una mano?- preguntó extrañado. ¿A qué se podía referir?

Por su parte el hombre parecía ciertamente sujeto a tenso debate interior.

-Escucha, Tonet... ¿recuerdas a mi madre?

-Claro... oye Paquito, siento mucho lo que ocurrió- se apresuró a transmitirle su apoyo.

-Gracias Tonet, no te preocupes. Está superado.

-Bien, quizá recuerdes también entonces que tenía fama de ser muy buena cocinera.

Tonet asintió.

-En concreto, de lo que tenía fama era de dar un toque a sus platos que nadie conseguía. ¿Recuerdas?

Volvió asentir, realmente captado su interés ahora. En efecto, el nunca había llegado a probar sus guisos, pero recordaba perfectamente que en el pueblo siempre se dijo que la mujer tenía algún secreto que los hacía realmente deliciosos. Algo que tenía que ver con las especias que usaba y que nadie acertaba a reconocer.

-Escúchame bien: te voy a contar algo, pero lo que te voy a decir no es ni un consejo ni un contraconsejo. Me limitaré a in formarte sobre ello, dejando la decisión a tu consideración. Tan sólo te voy a pedir que no tomes tu decisión sin pensarlo bien antes. ¿De acuerdo?

-Claro, hombre... –respondió extrañado- de acuerdo.

-Escucha pues; mi madre usaba unas hierbas... unas hierbas que nadie conoce. Yo te voy a decir donde encontrarlas. Son hasta dieciséis diferentes y con ellas conseguirás sorprender y conquistar hasta los paladares de los más exigentes jueces gastronómicos.

-¡Venga hombre...! Ya será menos.

-¿Recuerdas lo que se decía de los guisos de mi madre!?

-Sí...

-Entonces sabes que no exagero.

Era cierto. La insistencia en lo que había escuchado de pequeño, por necesidad debía corresponderse con una base real.

Paquito pareció pensárselo de nuevo.

-¡Vamos hombre...! ¡Has conseguido intrigarme de verdad! No puedes dejarme ahora en ascuas.
-Tranquilo Tonet, no voy a dejarte en ascuas. Me hiciste esta cicatriz, pero fuimos buenos amigos y hasta llegaste a salvarme la vida en una ocasión, ¿recuerdas?

Era cierto. Se refería a la vez en que, bañándose en una balsa de riego, le dio un mareo y perdió el conocimiento. Tonet se encontraba con él y le mantuvo la cabeza fuera del agua hasta que lo recobró. Puede que en realidad no hubiera tenido más alternativa y que cualquiera que hubiese estado allí hubiera hecho lo mismo, pero la cuestión era que fue él el que estuvo, y que fue él quien le salvó de morir ahogado.

-No te sientas en deuda, Paquito. Éramos amigos, no hay más que rascar. Tú también lo hubieras hecho por mí.

Paquito sonrió.

-Tú no me lo exiges Tonet, pero yo te lo voy a dar igualmente. Siempre te he estado agradecido y por fin tengo la oportunidad de recompensarte. Pero déjame que te aconseje antes.

-He viajado mucho, Tonet. He conocido a la gente. Mucha y de muchos países. No soy ninguna eminencia yo tampoco, pero más sabe el Diablo por viejo que por Diablo, y a pesar de que no tengo todavía más de veinticinco años, he vivido mucho.

-Escúchame Tonet, y ten en cuenta mis palabras para tomar tu decisión. La belleza es el alimento del alma. Alguien lo dijo, no sé quién... algún sabio de esos. Sí, la belleza es el alimento del alma, pero su virtud no va más allá de ella misma. Lo bello no es necesariamente lo bueno, ni tampoco lo que te conviene. Tampoco tiene porque ser lo malo ni lo que no te conviene, por supuesto. En realidad puede ser tanto una cosa como la otra.

-¡Joder macho! ¡Cómo desvarías!

-Los diamantes –prosiguió ignorando el comentario jocoso de su amigo-, las esmeraldas, los rubíes... su belleza es magnífica y nos deslumbra, pero no son más benignos que la más común de las piedras, y desde luego no son más fieles. Tampoco menos, pero todos los desean y van de mano en mano, cediendo su esplendor al que puede comprarlo. ¿Me sigues?

-Claro. No soy ningún genio, pero tampoco retrasado. Si tienes de novia a una tía buena, muchos van a desearla y echarle los trastos, y así siempre vas a vivir con el peligro de que otro más guapo o con más dinero te la quite. Pero sin en vez de un pibón es una tía normal, tendrá muchos menos pretendientes y vivirás más tranquilo.

-Sí, algo así. Belleza no implica bondad, ni tampoco capacidad para hacerte más feliz. A menudo incluso hace voluble y caprichosa a la bendecida con su don. Las flores siempre crecen hacia el sol. La misma esencia de lo bello, es seguir al esplendor. Insisto Tonet: la belleza es caprichosa, y de una manera u otra siempre hay que pagarla. No lo olvides nunca.

-¡Que sí, pesado, que sí! –bromeó de nuevo.

-De acuerdo pues. Escucha y no me tomes a mí por loco ni a cachondeo lo que te voy a decir. Sé que va a ser in evitable que lo hagas en cuanto lo oigas, pero si aun sin creerlo le das una oportunidad y lo compruebas, encontrarás que no deliraba cuando te lo conté. En absoluto.

Tonet lo miraba ahora extrañado, comenzando a pensar si, después de todo,  el bueno de Paquito no habría regresado un tanto “tocado”.

-¿Recuerdas la cabaña del “Parí-Parao”?

-Sí, claro –se sonrió Tonet. –El pobre borrachín murió congelado una noche de invierno. ¿Lo sabías?

-No, no sabía nada.

-Bueno, tampoco sufrió. Se quedó durmiendo la mona a medio camino y ya no despertó.

-¡Vaya! Pobre hombre. No era mala gente.

-No.

-Bueno, sigo explicándote. Mirando desde allí hacia donde se pone el Sol había una montaña, algo lejos y entre otras,  con una vieja casita de piedra en la cima. ¿La recuerdas?

-Sí, creo que sí. Si mal no recuerdo debe seguir allí.

-Eso es bueno, pues las indicaciones que te voy a dar hacen referencia a cosas que podrían no estar ya.

-Bien,  te acercas hasta ella, ¿de acuerdo?

-Sí, bueno... ¿hasta la casa o hasta la montaña?

-Hasta la casa. Debes situarte en la cima, junto a ella, para orientarte.

-Vale, como tú digas.

-Bueno, pues acércate al atardecer y una vez allí, colocado justo en su esquina derecha y mirando al horizonte, sigue al Sol con la mirada y quédate con el lugar donde se pierde tras las montañas. Cuenta éstas hacia la derecha. Una, dos y tres... ¡ésa es!

-¿Ésa es... qué?

-Te llegas hasta ella. Va a ser un largo paseo y subiendo y bajando montañas. Muy cansado, pero te va a valer la pena.

-Una vez allí, te subes también a la cima. Verás un barranco. No te doy más datos sobre él porque lo encontrarás sin dificultad. Sólo hay uno en ella. Si te llegas hasta su borde, verás que allí crece abundante el tomillo, el romero, la pebrella...

Tonet asintió. Habiéndose criado cerca del campo y siendo cocinero además, conocía bien las hierbas.
-... tanto en el borde como al pie del mismo.

-Son hierbas normales, Tonet, nada las diferencia de las demás, pero si te acercas una noche de luna llena y sigues los pasos que te voy a dar, establecerás un pacto con la Diosa de la Tierra y será tuyo el secreto de unas especias que te convertirán en un hombre de éxito y rico, atractivo a los ojos de Isabel.
Tonet lo miró como alarmado. ¿Acaso estaba tratando con un loco?

-No, amigo Tonet –se apresuró a tranquilizarlo con una sonrisa-, no estoy chalado. Sé que lo estás pensando y que no voy a poder convencerte de lo contrario, pero si te tomas la molestia de comprobar lo que te digo, aunque no lo creas y lo hagas sólo por probar, te verás recompensando con creces. Créeme.

-Ya.

-Los diamantes se dejan seducir por quien tiene dinero para comprarlos... por el brillo del dinero. Las flores por el brillo del sol. Tú quieres seducir a Isabel y ella se deja seducir por el brillo del éxito. Si quieres seducirla Tonet, habrás de brillar, y yo te estoy ofreciendo la forma de hacerlo.

Definitivamente no hablaba con un hombre cuerdo. Tras haber llegado a albergar una cierta expectativa ante la oportunidad prometida, vino a quedar decepcionado y compadecido del que fuera su amigo de infancia. Y lo más triste de todo, ahora se daba cuenta, era que nadie podría saber desde cuándo su mente había comenzado a desvariar. En efecto, su madre había sido curandera en el pueblo. Conocedora de viejas artes y supersticiones, amiga de infusiones y oraciones que ya pocos recordaban. La gente, aquélla que seguía creyendo en esas cosas, había ido a su casa a que la “midieran” y cosas por el estilo.

Por lo que recordaba se había tratado de una buena mujer, que con toda seguridad creía a pies juntillas en aquéllo que practicaba y había debido llevar consigo a su hijo en sus paseos por el monte para recoger sus hierbas. Desde muy pronto debía pues haber sembrado en su mente la semilla de la demencia, aquélla misma que la llevó a ella a languidecer de tristeza en un manicomio hasta la muerte. Ahora parecía claro que su vástago seguía su camino.

-Vale Paquito, muchas gracias. ¿Otra cervecita?

-No gracias, me tengo que ir.

-¿A dónde? ¿A casa de alguno de tus familiares?

-Qué va, vengo sólo de paso. De hecho no creo que pare siquiera en el pueblo.

-¿Cómo?- se mostró Tonet contrariado.

 Realmente había apreciado a su amigo y ahora se preocupaba por su estado. Le hubiera gustado hablar con su gente y tenerlo localizado para ver si se podía hacer algo por él, pero si pasaba de largo probablemente pasaran años antes de volver a tener noticias suyas. Si es que volvían a tenerlas.

-No te preocupes por mí, Tonet –quiso tranquilizarle con una sonrisa. –Ahora piensas que estoy colgado, pero te darás cuenta de que no es así. En tanto llega ese día,  no olvides lo que te he dicho. Ello te dará la oportunidad de conseguir lo que deseas, aunque debieras plantearte primero si lo que deseas es lo que te conviene.

-Vale no te preocupes, lo haré. Pero escucha.. deberías quedarte algunos días. Hay gente a la que le gustaría verte. El Sebas, el  Andrés... ¿sabes que se montó una empresa de electrodomésticos en el pueblo y le va de puta madre?

Volvió a sonreír.

-Sales recuerdos a todos.

-Paquito, por favor...

-Adiós Tonet. Me he alegrado mucho de volver a verte.

No era Paquito
No volvió a saber más Tonet del bueno de Paquito. A lo visto pasó de largo sin parar en el pueblo, como había dicho, y tampoco él preguntó a nadie al respecto. Con toda probabilidad no habrían habido argumentos suficientes para ingresarle en un centro psiquiátrico, y su intento tan sólo lo hubiera hecho todo más triste todavía. Así las cosas, tan sólo restaba lamentarse por la suerte de un viejo amigo.

Pasaron varios meses y con ellos la vida tal y como venía discurriendo hasta entonces. Isabel cada día más bella y él cada día más embelesado, hasta el punto de casi perder todo interés en cualquier otra mujer. Nada nuevo.

-¡Hombre, qué sorpresa! –se alegró un día al entrar por la puerta a uno de aquéllos familiares. Otro amigo de infancia al que hacía tiempo no veía, pero sin llegar al año en su caso, a lo sumo un poco más.

-¿Qué pasa Tonet? ¿Qué tal te va con los fogones?

-Bueno, ya sabes, peleando. Mi madre me hecha una mano, mi padre se encarga del almacén... ¿Y tú qué tal?

-Estoy ahora de representante. ¡Todo el día en la carretera!

-Ya.

-De hecho he parado por eso, para comer algo y salir de nuevo. ¿Qué tienes por ahí?

-Bueno, te puedo recomendar el menú. Está muy bien. Guisado de patatas de primero, conejo con tomate de segundo y postre.

-¡Ah, pues muy bien! Si está tan bueno como suena, puede que repita y todo.

-¡Ja, ja, ja! Deberías contenerte un poco. Ya sabes lo que dicen: “el que come hasta la hartura, con los dientes cava su sepultura”.

-¡Ja, ja, ja! Deja que la cave, no te preocupes por eso –bromeó acariciando con ambas manos su voluminosa barriga-. Otros morirán de cáncer por fumar, otros de cirrosis por beber... ¡deja que sea feliz con mi vicio! Al menos es menos pernicioso que los otros y no hago daño a nadie con él.

-Sí, en eso tienes razón. Oye, ¿sabes qué? Vi a tu primo. Pasó por aquí hace algunos meses.

-¿Sergio?

-¡No, no...! Paquito.

El hombre siguió mantuvo su sonrisa, si bien bajando la mirada y perdiendo ésta su intensidad hasta desaparecer.

-Tonet... –comenzó a hablar con un tono como el de quien hace por no enfadarse- mi primo Paquito murió hace dos años.

Al pobre Tonet se le quedó una cara de estúpido que debiera haber resultado cómica de no ser por las circunstancias.

-¿Cómo...?

-Murió hace dos años. No pudiste verlo.

-¡Pero eso no puede ser! ¡Estuve hablando en él...! ¡Hasta me enseñó su cicatriz!

-Tonet... –repitió el hombre ahora más tenso- mi primo murió hace dos años en Francia. Mi madre y mi tía se acercaron hasta allí para recoger sus cosas y asistir al entierro.

-Joder Tomás... lo siento. No sabía nada.

-Lo entiendo. La familia prefirió no comentarlo.

-Ya... No reconocí al tipo al primer momento. Me dijo que había tenido un accidente de moto y le habían tenido que reconstruir la cara.

-Paquito murió en un accidente de moto. Se dejó la cara en el asfalto, sí pero también la vida.

Ahora lo miró realmente pasmado. Aquéllo comenzaba a tomar un aire siniestro y Tonet a inquietarse.

-Déjalo Tonet. Debió tratarse de un quedón con muy mala sombra.

-Sabía cosas de nuestra infancia... la forma en que hablaba de las cosas y las describía, cómo las conocía...

-Seguramente había hablado con gente del pueblo. Bueno, déjalo ya. ¡Tengo el estómago que cruje de hambre!
 

(Continuará)

viernes, 14 de septiembre de 2012

SACERDOTISAS DE LUCIFER: MARÍA DE NAGLOWSKA. LA MAGIA SEXUAL Y LA MISA DE ORO




En el París de los años 30, una mujer se recogía en una iglesia de Montparnasse, pero en la noche daba cursos sobre magia sexual. Era conocida como “la Sacerdotisa de Lucifer”. Se llamaba María de Naglowska. Discreta, pero extremadamente influyente, fue sin duda la gran difusora de la magia sexual en el siglo XX.


María de Naglowska nació el 15 de agosto de 1883 en San Petersburgo. Era hija del gobernador de Kazan, el general Dimitri de Naglowski, que en 1895 resultaría envenenado por un nihilista. A la edad de 12 años quedó huérfana. Su tía la matriculó en el instituto Smola para jóvenes aristócratas. Allí culminó brillantemente sus estudios. Durante ese tiempo, según su propia confesión, contactó con la secta de los Khlistis, a la que pertenecía Rasputín y cuyos ritos incluían técnicas de magia sexual. Ese fue el primer contacto con la doctrina que absorbería toda su vida.


HACIA OCCIDENTE


La revolución de 1905 la impulsó a frecuentar círculos cerrados de intelectuales. Enamorada de un músico de origen judío, Moisés Hopenko, abandonó con él Rusia para instalarse primero en Berlín y luego en Suiza, donde se casaron. Allí continuó sus estudios universitarios siguiendo simultáneamente varias carreras. Para salvar su matrimonio y permitir a su marido terminar su formación como músico, dio clases particulares. Poco después nacieron sus tres hijos: Alexandre, Marie y André.


Hopenko, seducido por las ideas sionistas, decidió partir hacia Palestina abandonando a su mujer y a sus hijos. María continuó enseñando y escribiendo algunos artículos para diferentes revistas. Dio también conferencias. Pero estas actividades y la aparición de un libro le costaron ser encarcelada por actividades políticas y espionaje. Tras su liberación abandonó Ginebra para radicar en Berna y luego en Bale.


DEL GRUPO DE "UR" A LA TEOSOFIA


Pronto abandonó Suiza y se trasladó a Italia, instalándose en Roma, donde permaneció entre 1921 y 1926. Siguió enseñando y se convirtió en redactora del diario "L’Italia". Quiso trasladar a sus hijos desde Suiza, pero Alexandre se unió con su padre en Palestina.


Pronto surgieron los problemas. María perdió su empleo y debió dar clases a cualquier precio para sobrevivir. En Roma frecuentó a un grupo de escritores ocultistas. Este contacto le permitió conocer a un filósofo ruso exiliado que le reveló las tradiciones Boreales más secretas.


En ese período conoce a Julius Evola y a otros amigos suyos que formarán poco después el “Grupo de Ur” de magia operativa. Evola, junto con René Guenon, son dos de los esoteristas más prestigiosos del siglo XX y aun hoy sus obras son frecuentemente reeditadas.


Su hijo Alexandre, que consiguió un buen puesto de trabajo en Alejandría, la llevó a Egipto con sus hermanos. Pronto fue invitada a dar conferencias en la Sociedad Teosófica en la que ingresó finalmente. La logia de Alejandría había sido fundada por la propia Blavatsky. Así mismo se convirtió igualmente en redactora del diario La Bolsa.


EN MONTPARNASSE


En 1930 volvió a Roma, encontrándole sus amigos un trabajo en una editorial de París donde pudo establecerse. Desgraciadamente, no obtuvo autorización para trabajar en Francia y debió contar con su hijo André para sobrevivir.


María se estableció entonces en Montparnasse, donde conoció a escritores, artistas y poetas. Pronto inició la edición de un semanario mágico, La Flèche, en la que colaboraron Julius Evola y otros destacados esoteristas de la época. Aparecieron 18 números que hoy se cotizan a precios extremadamente altos. La revista se subtitulaba “órgano de difusión del Tercer Término”.


Estableció su cuartel general en el restaurante La Coupole, dónde se reunían los ocultistas de la época. La dirección le ofrecía gratuitamente cada tarde la cena y los numerosos cafés que consumía a lo largo del día. El miércoles daba conferencias en el Estudio Raspail, situado en el número 36 de la cercana rue Vavin y todas las tardes acudía a la iglesia de Notre-Dame des Champs para concentrarse y meditar. Diariamente, durante 2 horas, recibía a sus discípulos en el Hotel Americano (15, rue Brea) no lejos de allí. Estos llegaban desde muchos países extranjeros, no en vano María de Naglowska dominaba el inglés, el ruso, el alemán, el francés, el italiano y el yidish, comprendía el polaco, español y checo y, finalmente, algo de árabe.


Su biógrafo y discípulo más directo, Marc Pluquet, cuenta que a las conferencias solían acudir en torno a 40 personas. Luego, al concluir, un pequeño grupo pasaba a la sala contigua y realizaba ritos más discretos. Allí confería iniciaciones que ella misma calificada de “satánicas”. La prensa se ocupó frecuentemente de ella y un artículo en la revista Voilà fue suficiente para que su nombre alcanzara fama y relieve.

HACIA EL FINAL DE UNA VIDA


A finales de 1935, anunció a Marc Pluquet que acababa de terminar su misión y que preparaba la partida. Profetizó que el advenimiento del Tercer Término no podría hacerse más que en dos o tres generaciones, cuando el mundo estuviera preparado para las transformaciones sociales y políticas que implicaba la llegada de una nueva era. La misión de los que han compartido su obra será conservar la enseñanza para que pueda reaparecer bajo una forma clara y comprensible a hombres y mujeres que no estarán necesariamente formados en el simbolismo.


El pequeño grupo de sus discípulos estaba formado por conocidos esoteristas, entre los que figuran Claude Lablatinière (alias Claude d’Ygée, luego dedicado a la alquimia), Camille Bryen y su biógrafo Marc Pluquet. Algunos de ellos, como d’Ygée, se movían en el entorno en el que aparecieron las obras de Fulcanelli, el misterioso alquimista del siglo XX.


A principios de 1936, María dio su última conferencia un sábado en el Estudio Raspail (36, rue Vavin, en un hotel que, reformado, aun existe y en el que vivieron, entre otros, Aleister Crowler y Eliphas Levi), al final de la cual se despidió de la concurrencia sin dejar ningún sucesor. Luego se reunió con su hija María en Suiza.


Contrariamente a la versión que se ha dado de sus últimos años, el 17 de abril de 1936, María de Naglowska, la Sophiale de Montparnasse, como fue llamada por unos y “sacerdotisa de Lucifer” para otros, murió en casa de su hija en Zürich. No es cierto que los alemanes la detuvieran en 1940 en París y la deportaran a Austwitz, tal como han publicado erróneamente autores como Jean Pierre Bayard (La meta secreta de los rosacruces).


MARÍA DE NAGLOWSKA Y LE CORBUSIER


María de Naglowska, con el pequeño grupo de sus discípulos, constituyó la Orden de los Caballeros de la Flecha de Oro, de los que Marc Pluquet era el más próxima a ella. Pluquet constituye al mismo tiempo la fuente más preciosa de datos sobre Naglowska. En la Biblioteca del Arsenal de París se encuentran depositados 75 folios mecanografiados con el título de La Sophiale, María de Naglowska: sa vie – son oeuvre. Pluquet era, al mismo tiempo, arquitecto y trabajó en un período de su vida –justamente en la época en la que estuvo en contacto con María de Naglowska- con el arquitecto Le Corbusier. Pluquet afirma que las ideas de la Naglowska influyeron en el estilo y en las ideas de éste renovador de la arquitectura.


Por esas fechas (1931), el famoso arquitecto había ido a vivir a París a una casa que él mismo diseñó en rue Molitor. Poco después, en 1935, Le Corbusier interviene en el congreso Internacional de Arquitectura Moderna con una ponencia titulada La Ciudad Radiante. En 1935 desarrolla este tema en un libro del mismo título. Su propuesta es constituir edificios con la planta en forma de cruz, lo que permitiría aprovechar al máximo la luz. Su idea consistía en construir un rascacielos en París de 220 metros de altura, que permitiera circular entre los pilares. Poco después, cuando le encargan el plano urbanístico de Sao Paulo (Brasil), vuelve a insistir otra vez en la forma de cruz para toda la ciudad.


Estas ideas se encuentran en las obras de María de Naglowska. Por otra parte, no hay que olvidar que Le Corbusier tenía en aquella época una vena mística muy acusada que le llevó incluso en visitar Barcelona las obras de Antonio Gaudí por invitación del pintor José María Sert (hombre muy versado en esoterismo y uno de los grandes maestros y amigos de Dalí).


MARÍA DE NAGLOWSKA Y LA MAGIA SEXUAL


En 1931, María de Naglowska publica en París un libro, generalmente atribuido a Pascal Beverly Randolph, Magia Sexual. En la biografía de Randolph resulta probable que viajara a París, pero se desconoce la forma en que llegó el manuscrito a manos de María de Naglowska. De hecho, no hay pruebas siquiera de que el libro fuera escrito por el propio Randolph. Algunos fragmentos del mismo resultan sospechosamente idénticos a los que contienen otras de sus obras (en especial todo lo relativo a los espejos mágicos y la animación de estatuas), pero, en general, el estilo es diferente y parece más influido por Josephin Peladan (artista y ocultista rosacruciano francés de finales del XIX y principios del XX) que por el propio Randolph.


Naglowska explica en su revista La Fleche que el texto le fue remitido “por un desconocido en una céntrica calle de París, sin darle tiempo a preguntarle nada más”. A pesar de que Julius Evola, no solamente dio por auténtico el texto, sino que además lo prologó, por nuestra parte pensamos que Magia Sexual encierra un misterio difícil de resolver, pero que, en cualquier caso, la clave está en María de Naglowska, la mujer que publicó el libro en 1931 y que, probablemente lo escribiera a partir de fragmentos de Randolph, de ideas de Peladan y de las suyas propias.


Si esto es así, a la “Sacerdotisa de Lucifer” le cabe el honor de ser la inspiradora del libro sobre técnicas sexuales mágicas más difundido en Occidente incluso en nuestros días. El mensaje esotérico de esta gran desconocida sobrevive en nuestros días, sin que la mayoría lo perciba.


MARÍA DE NAGLOWSKA Y GALA DALI


En 1931, Salvador Dalí pasó una temporada en París, donde se encontraba el centro mundial del surrealismo. Cierta mañana de junio, fue a visitar a su amigo Joan Miró y éste le propuso ir al restaurante La Coupole, donde estaba el fundador del dadaísmo, Tristan Tzara. En La Coupole los surrealistas tenían una animada tertulia en la que participaban los exponentes más destacados del movimiento.


Dalí frecuentó este artículo durante los años 1931-1933. Iba acompañado por Gala Dianokov, su esposa.


Resulta difícil pensar que ambas mujeres no se encontraran en La Coupole y no sintonizaran. Gala, nacida en Kazan (donde residió la Naglowska mientras su padre fue gobernador de esa provincia), rusa, interesada en la magia sexual y en el ocultismo (por entonces Gala oficiaba de médium de los surrealistas e introduce en la mediumnidad a otros miembros del grupo; ha aprendido a tirar el tarot) y le apasiona el ocultismo y la astrología. Aparecía por entonces y en los años que siguieron una réplica de la Naglowska.


A decir verdad, la influencia de la ocultista rusa aparece en la vida de Gala en distintas ocasiones. Su psiquiatra contó que en 1973 Gala estaba convencida de que el semen de muchachos jóvenes la rejuvenecía y, hasta sus últimos meses de vida, siguió manteniendo relaciones sexuales. Muy frecuentemente sus amantes quedaron destrozados por la experiencia. Jeff Fenholt, por ejemplo, protagonista de Jesucristo Superstar, pasó a un grupo de rock satánico; varios se convirtieron en toxicómanos.


Por lo demás, las ideas de Dalí sobre el andrógino, sobre la sexualidad mágica, su misticismo neocatólico y sobre todo sus concepciones en el terreno del  erotismo parecen extraídas directamente de las doctrinas de la Naglowska sobre el Tercer Término.


LA “MISA DE ORO” Y LA DOCTRINA DEL “TERCER TERMINO”


La idea central del pensamiento de la Naglowska consiste en intuir como será la religión del Tercer Término. Para ella el judaísmo es la religión del Padre, el cristianismo, la del Hijo y queda todavía por manifestarse el Tercer Término de la Trinidad, que inspirará la religión de la Nueva Era.


De la misma forma que atribuía un carácter andrógino al Padre y un carácter masculino al Hijo, la nueva religión del Tercer Término debía de surgir e la unión de los contrarios y tendría una naturaleza femenina. Para esto era preciso dominar las técnicas de magia sexual.


 María de Naglowska fundó en 1932 la Hermandad de la flecha de oro en París, para preparar el Reino de la Madre, que sucedería al del Padre y del Hijo establecido por la era cristiana. Formaba "sacerdotisas del amor", aptas para la fecundación moral de los hombres. Pretendía neutralizar el mal oponiéndole actos sexuales religiosos, ejecutados bajo la dirección de prostitutas sagradas, comparables a las hieródulas de Biblos.


¿Y Satán? ¿Por qué la Naglowska se hace llamar Sacerdotisa de Lucifer? En su particular visión, en el ser humano están presentes dos componentes,  el cuerpo de Dios (la vida) y la Razón. Ambos son interdependientes y complementarios. La Naglowska afirmaba que la razón está al servicio de Satán e incluso sostenía que la razón es Satán. Existe una relación dialéctica entre Dios-Vida y Satán-Razón. La práctica hermética tiene que enseñar el calvario de Satán, que resuelve la relación dialéctica en una síntesis que es precisamente el Tercer Término, el Espíritu Santo.


El elemento ritual central de este calvario es la llamada Misa de Oro. En 1935, María organizó reuniones para presentar los ritos preliminares de la Misa de Or,o cuyo fin era consagrar el advenimiento del Tercer Término. La Naglowska daba mucha importancia a un ritual extraño y siniestro, en el cual el adepto era colgado por el cuello. Incluso dedica al estrangulamiento ritual una de sus obras más turbadoras Le Mystère de la Pendaison (literalmente El Misterio del Ahorcamiento) inspirado en la carta del Tarot. Para la Naglowska esta carta era algo más que un símbolo. En esa posición, el acto sexual parece tener una mayor intensidad traumática. Se sabe incluso que los ahorcados experimentan una erección que llega hasta la eyaculación en el curso de su agonía. Sería el momento en el cual, confundido el placer con la muerte, se alcanzaría el punto álgido del calvario de Lucifer y justo en ese punto el adepto provocaba en sí mismo el nacimiento del Tercer Término.


LA FRATERNIDAD DE EULIS: DE RANDOLPH A LA NAGLOWSKA


Pascal Beverly Randolph, tras escindirse de la Hermandad Hermética de Luxor, constituyó su propia organización iniciática, la Fraternidad de Eulis. Tras su muerte en 1875, Freeman B. Dowd asumió la dirección. En 1878 fundó una gran logia en Filadelfia y en 1907, al retirarse, fue sucedido por Edward Brown.


A la muerte de éste en 1922, el teósofo rosacruciano R.S. Clymer tomó el relevo. Nacido en 1878, Clymer fue recibido como Neófito en el seno de la F.R.C. y de la Fraternidad de Eulis en 1897. En 1911, se instaló en Berverly Hall, donde estableció la sede de la Orden. Tuvo una agria polémica con Spencer Lewis y su A.M.O.R.C. (Antigua y Mística Orden Rosa Cruz), a quien acusó de falsario y mistificador.


Con otros iniciados, Clymer construyó la F.U.D.O.S.F.I. (Federación Universal de Ordenes, Sociedades y Fraternidades Iniciáticas), a fin de combatir a Lewis y la influencia de la F.U.D.O.S.I. (Federación Universal de Ordenes y Sociedades Iniciáticas) que éste había constituido.


La Naglowska conoció la obra de Clymer mientras permaneció en Roma junto a Julius Evola y tuvo contactos con la F.R.C. en París. Sin embargo, considerando que la enseñanza sexual de Randolph estaba muy atenuada, prefirió fundar su propia estructura iniciática, la Orden de los Caballeros de la Flecha de Oro. 


Fuentes:




http://magickadiction.blogspot.com.es/2006/05/la-magia-roja.html